Lo cierto es que iba a empezar otro libro cuando se me cruzó por casa (los libros, mal que nos pese, tienen vida propia) una preciosa edición del Zorro Rojo (vamos a ponerlo con mayúsculas, se lo merecen) de ese estupendo, como tantos de él, relato de Cortázar. Y en esto que te pones a hojearlo, luego pasas a ojearlo, para terminar encontrándote en la mitad del libro y decides, no puedes hacer otra cosa, terminarlo, porque casi lo habías olvidado, porque da gusto dejarse llevar por la prosa de Cortázar (aquí muy prosa, muy funcional, ajustándose a las necesidades del tempo narrativo cuasi musical -a veces rápido, a veces reflexivo, a veces aquí, a veces perdido-, sin grandes florituras, con grandes temas y juegos en el empleo de los tiempos -el pasado en futuro-). Una vez reparas en esto, paras, buceas en los estantes en busca de cualquier cd de Charlie Parker (o de Jonnhy Carter, qué más da, tras leer El Perseguidor, uno y otro se sobreponen retroalimentándose -qué palabra tan fea- el uno al otro) y te sirves una copa. Qué gozada.
Las ilustraciones que acompañan al relato, en blanco y negro –no podía ser de otra manera-, regalan buenos momentos para pararse a mirarlas y dejarse llevar por ese túnel del tiempo -y del espacio- donde se pierde Jonnhy en el metro, en un ascensor, en un estudio de grabación… Bruno el narrador, el recopilador, el teórico del jazz, el que sistematiza y clasifica, el que le da nombre a las cosas, el biógrafo, el parásito del músico al que admira y Jonnhy, el pobre Jonnhy, desnudo, buscando, siempre buscando, persiguiendo. Y Bruno que narra, entiende y niega esa parte que le asusta, que no quiere recoger en su libro, pero que sabe que está ahí, en el hombre y en su música. El lamento de un saxo como el de Charlie Parker (el cual, cuenta la leyenda, nunca sonó mejor que en Toronto cuando, por empeñarlo, tuvo que tocar uno de plástico), la abstracción de sus sentimientos en esos solos ensimismados, las distintas dimensiones de la vida, el dolor de la pérdida… El orden frente al caos, las drogas, pero también el miedo de ambos a los propios fantasmas. Y el tiempo.
El cuento no necesita de Parker para brillar. La realidad frente al arte, vivir aquí, aferrado a lo cotidiano, prosaico, o vivir perdiéndose, persiguiendo en la memoria, en una melodía, en otras formas de percepción. Es corto para ser una novela, largo para ser un cuento. Justo para ser redondo. Si además te vas a dar un paseo por el jazz, pues puedes volver a cogerlo. El tiempo es relativo. Se lee en un par de horas y se saborea durante días y cómo es redondo, siempre puedes volver a entrar y volver a leer para comprobar más tarde «como el paisaje se va rompiendo cuando lo miras alejarse”.
Y si esta edición es cara, siempre se puede buscar en Las armas secretas. Faltarían las ilustraciones, de agradecer, mas no necesarias. Es un valor añadido. Una delicatessen.