Faulkner, narrador omnisciente en gran parte del relato, empieza y termina el libro siguiendo a Lena Grove, muchacha aparentemente ingenua, fresca, tenaz, que sale de Alabama buscando al padre del hijo que está a punto de parir, Lucas Burch -“ la gente siempre anda tras él, porque siempre está dispuesto a reír, a divertirse, interrumpiendo su trabajo, muy en contra suya…”-. Poco monólogo interior aporta Lena, pero a través del autor, de Armstid (uno de los que auxilió a los Bundren en su periplo hacia Jefferson para enterrar a la madre) y de su mujer, que la recogen y acogen en su camino, comienza ese poliedro en el que se convierten los personajes de Yoknapatawpha en base a las distintas voces que van construyendo trama y caracteres -voces secundarias, protagonistas y autor, que parece actuar más a modo de guía, de encauzador, que de creador-.
Entre el primer capítulo y el último transcurren tres semanas. De esos 19 capítulos, restantes, catorce narran el viacrucis de Joe Christmas, llamado así por ser dejado en un orfelinato el día de Navidad, no por nacer en esa fecha. Es un vagabundo víctima desde su nacimiento de los prejuicios raciales, religiosos y machistas que vertebran la sociedad de Jefferson. Tiene sangre negra en sus venas o tal vez mejicana, en ningún momento queda claro, ya que las fuentes de información son los distintos personajes que van contando su historia, así como el propio Christmas que vive escindido por su doble de condición de blanco y negro. Siendo él también verdugo en esta tragedia sudista, muere víctima de la intolerancia y la incomprensión, a manos de un claro convencido de la supremacía, no ya blanca, sino blanca, americana (lo de norteamericana se da por sobrentendido) y militar. Al principio sabemos de la llegada a Jefferson de Burch, hombre pusilánime, tramposo y paradigmático judas a muchos niveles, y de la suya: después, seis estupendos capítulos nos hablan de su pasado hasta llegar a casa de la Sra. Burden, la yanqui amiga de los negros que, sin embargo, pertenece a la tercera generación en esa tierra hostil.
Un tercer personaje de peso en esta obra es Hightower, pastor apartado de su oficio por la Iglesia, misógino y torturado por un pasado del que Faulner nos adelanta algo en el tercer capítulo por boca de Byron, tal vez el más generoso y desprotegido de los componentes de este fructuoso fresco. Es el confidente de Byron y gran parte del relato nos llega por el artificio de la narración de los hechos y de las emociones que Byron y los Sres. Hines le hacen en su casa. No obstante el francamente tragicómico origen de su determinación no sale a la luz hasta el final. A la luz de agosto que impregna de sudor, de olor a humanidad -bastante deshumanizada- todo el relato. También a esa luz es alumbrado el hijo de Lena.
Es lástima no mencionar a todos, pero no se trata de hacer un estudio de Luz de agosto, aunque reconozco que, a lo hora de acabar el libro, empezar a mirar subrayados, conexiones, asociaciones, etc., asombra su riqueza y, casi, te encuentras leyéndolo de nuevo. El matrimonio Hines, su pasado y su papel en la tragedia, la Sra. Burden, cuyo abuelo y hermanastro fueron asesinados por Sartoris, los Srs. MacEacher, padre adoptivos de Christmas…
Como siempre en Faulkner, cada línea argumental, cada nombre, cada acontecimiento es rica fuente de significados. No es que la trama sea lo de menos, pero la apariencia de verdad, el colosal mundo que va levantando en cada novela, sólidamente unido a ese condado de Yoknapatawpha, su capacidad para manejar las elipsis, adelantarlas, atrasarlas, la suspensión del tiempo que provoca con el manejo del tiempo, sus reflexiones al hilo de cada situación o sentir…, eso es un disfrute que no se puede transmitir, que hay que gozarlo.
Entre otras cosas, de esta extenuante, casi pringosa, Luz de agosto, queda la imagen de un blanco negro, negro blanco que siempre veía ante sí una calle sin fin, oscura donde “en ninguna parte encontraba la paz. Y la calle continuaba, con sus cambios de carácter, con sus fases, pero siempre vacía.”. Sin embargo Lena sigue camino bien acompañada, parece que más por el placer de viajar, que de buscar. Atrás, Jefferson, la cabaña donde nació su hijo y un delincuente cruelmente muerto y mutilado.
Veo que no me va a quedar más remedio que volverla a leer, aunque la traducción que tengo yo es la de Mikko Lauer y Julio Ortega, y -no sé por qué- se me hace algo pesada, o se me hizo en su momento.
Pues lo cierto es que parece mentira que nunca diga nada de las traducciones, pero esta, la de Enrique Sordo, es estupenda.