El negro absorbe todos los colores. El poder del perro absorbe todas las maldades, tinieblas y perversiones de este estupendo sistema capitalista sobre el que nos asientan. Es coherente, es precisa, es trepidante. Y apesta. Como las cloacas. Coherente, porque no hay personajes limpios y porque solo un armazón tan complejo es tan difícil de desentrañar y de desmontar por las “mayorías”. Precisa en su cronología y en su lógica interna -en perfecta consonancia ambas con la cronología y lógica externa al relato, la realidad: hay respuesta y reflejo para casi todo y, en ese casi, va la vida interior de cada personaje-. Trepidante porque todo es inmediato, es presente -presente es el tiempo elegido por el autor en la mayor parte del relato y solo lo rompe, estupendamente, para cubrir elipsis-. Y es cruel, es sangrienta, es impía. Según cuenta el autor, por presión del editor hubo de renunciar a una parte que correspondía al subcomandante Marcos. Parece ser que fue por la gran extensión de la novela, pero lo cierto es que yo esperaba su aparición y después me preguntaba el porqué de su ausencia.
Arranca con un prólogo -la escena de un montón de cadáveres a todas luces inocentes- que es también el prólogo de la decisión de Don Winslow: la lectura en la prensa de una noticia sobre la matanza de una amplia familia en México dio pie a esta obra cuya elaboración le llevó cinco años. Él es un autor omnisciente y por su boca hablan los protagonistas cuyos orígenes nos son presentados en la primera parte de título Pecados originales. Estos empiezan en México 1975 para el agente de la DEA Art Keller, Adán Barrera -el narcoempresario, verdadero pilar social-, el padre Parada -claro trasunto del asesinado cardenal Posadas- y, algo más tarde, para Nora -prostituta de lujo a quien formó el álter ego de Heidi Fless- y Callan -matón profesional del lado estadounidense, a sueldo primero de la Mafia y después de la CIA o, sencillamente, de lo que se ha dado en llamar razones del Estado-.
La segunda parte transcurre entre 1984 y 1985, se titula Cerbero y este perro -infernal y poderoso, de infinitas cabezas y rabo de serpiente- no vigila el Hades, sino los tres mil kilómetros de frontera mexicana y el trasiego de contrabando de almas e ideologías, armas y drogas. La tercera, TLCAN -Tratado del libre comercio de América del Norte- comprende dos capítulos extensos y tremendos Día de los inocentes y Día de los muertos. Aquí se vuelca toda la basura que gobiernos, policías, potentados, eclesiásticos, delegados civiles -o brazos armados o adinerados o poderosos, a la larga resultan ser lo mismo- de la Iglesia (Opus Dei), etc necesitan para mantener su estatus. Dan ganas de vomitar por su rotunda plausibilidad y su claro reflejo de unos hechos que aún están sin resolución.
Un buenísima novela en la que las altas instancias saben bien aquello que apuntaba Lampedusa sobre la clase dirigente de Si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie. La inserción social de muchos de sus protagonistas me traía y trae a la cabeza a Hanna Arendt y su perspicaz análisis del mal, en el que su estandarización y oficialidad acaba convirtiéndolo en algo banal, y ha de ser eso lo que nos tiene ahora donde estamos. Nuestros mandatarios, que son muchos y de muy distintos pelajes, han tejido una tela de araña y ahí estamos todos, en proceso de succión por distintos tipos de arácnidos. Un verdadero puñetazo en el estómago, en la cara.
No obstante finaliza con un epílogo de justicia poética. De agradecer.