Aparte de en Sartoris, son muchos los relatos de Yoknopatawpha donde aparece o se alude a esta gran saga. Son los fantasmas de Faulkner que pueblan esta, si no ciudad, este condado invisible. Tras la mutilación y publicación como Sartoris de Banderas sobre el polvo, sigue dándole vueltas a la historia de esta familia y la va desgranando en varios cuentos entre 1934 y 1936. En ellos el coronel Sartoris sigue omnipresente, si bien, visto más de cerca, su magnitud es menor, más prosaica. En el 37 compila y adecua los seis relatos y añade un último capítulo. Ya es Faulkner en su máxima dimensión. Muchas de sus obras mayores ya están escritas y publicadas, y aquí, en Los invictos, desarrolla aquellos acontecimientos protagonizados por el coronel a través de Bayard -el abuelo de Sartoris– e incorpora a Rosa Millard -trasunto de la querida abuela de WF-.
La voz conductora y autobiográfica es la de Bayard y arranca con el final de su infancia, el regreso del coronel cuando la derrota del ejército del Sur es prácticamente un hecho. Su voz es antigua e ingenua, pero su visión parte de la experiencia y se va adaptando a sus distintas edades a lo largo de la novela. Así, nada más empezar, la percepción del padre es muy otra, su olor a pólvora y a gloria no era otra cosa que “la voluntad de aguantar una decadencia sardónica, jocosa incluso, del autoengaño…”. Su tamaño al bajarse del caballo -de nombre ni más ni menos que Júpiter- era pequeño, su sable golpeaba los escalones al subir a la casa. Y la obra es sardónica y, muchas veces, “jocosa”.
El libro cubre el tránsito a la madurez de Bayard. Muchos de los hechos ya han sido relatados o aludidos; de algunos sabemos las consecuencias –Luz de agosto y la familia Burden, por ejemplo-, pero aquí asistimos a su desarrollo. Se incorpora Rosa Millard, la suegra de Sartoris, antecedente del prototipo de mujer sureña perpetuado en Yoknapatawpha y antecedente de la tía Jenny y de Narcissa en su fortaleza, su tenacidad, su generosidad, su sentido de la justicia, pero con una inteligencia primitiva. Es descrita con afecto, respeto y una cierta ironía -sus trasiegos con el baúl de la plata, sus triquiñuelas con las mulas, su práctica manera de expiar y hacer expiar a los demás los pecados, su heroica y absurda forma de morir-. Motor de un Sur que se aferra a la tierra, a la tradición y aprovecha lo que hay. Frente a ella la francamente poco ejemplarizante, eso sí efectiva, manera de huir del coronel, figura que aparece y desaparece tras un pátina de presunta épica, que se reduce a robar caballos o dejar en paños menores al enemigo. Y Drusilla, la prima Drusila, que no quiere dormir y quiere, lo hace, estar en primera línea de combate, negar el dolor de la pérdida. Su rebelón no es tenida en cuenta por los hombres y es malinterpretada por las mujeres. Ella también representa el amor para Bayard y, con el olor de las verbenas que gusta de llevar, la sensualidad incipiente, reprimida y rechazada. A través de ella y de la decisión final del joven narrador de no perpetuar una tradición aceptada por un concepto del honor, cuando menos, cuestionable, este se convierte en un Sartoris. Otro tipo de Sartoris, aunque no tanto, por lo que leímos en Sartoris (valga la redundancia)
De fondo, siempre, las grandes familias -los Compson: El sonido y la furia-; los blancos pobres; el conflicto Norte-Sur (“Esta Guerra no ha terminado. Acaba de empezar en serio”) en el que el ejército confederado y los esclavos liberados visten con andrajos, mezclando sus astrosas ropas con las afanadas a los yanquis, quienes imponen una fuerza que, por otro lado, les da igual, no creen en ella; un paisaje arruinado con gente que, más que viajar, vaga (“Antes había sido como pasar por una región donde no había vivido nadie nunca; ahora era como pasar por otra donde todos hubieran muerto a la vez.” -¡Ay, Rulfo, Rulfo!-). Y los negros…
Ringo es el gran amigo y compañero de juegos de Bayard desde el primer capítulo, hijo de Simon -sirviente del coronel y de Bayard hasta el final de sus días-, mas duerme en un jergón y en la peripatética escaramuza contra los yanquis en la que participan con el coronel, este le presta un caballo tuerto que no es capaz de manejar. Llegado el momento de las votaciones -que, mira tú, coincide con la obligada boda del coronel, lo cual no le impide matar a los Burden- le dice a Bayard
-¿Sabes lo que ya no soy?
-¿Qué?
-Ya no soy negro. Me han abolido.
Faulkner en estado puro. Un simbolismo pertinaz. Riadas de negros caminando y cantando juntos hacia el río Jordan, acabando en las aguas de otro río junto a la carreta y los caballos de la abuela Millard auxiliada por Drusilla. Lo ridículo, lo trágico, lo bíblico, lo patriótico, lo maniqueo (Mann, también Mann).
Otro capítulo más de esta búsqueda del tiempo pasado de William Faulkner. Casi una droga (si se usan bien, son estupendas…), al menos para una servidora.
Una última mención. Buena traducción y estupendo prólogo -mejor leerlo al final, aunque lo mismo es solo manía mía con las introducciones- Qué lástima de tanta errata ¿no tienen correctores?.
«¡Ay! Tengo que releer a Faulkner; me temo que la cabeza no acompaña.» Llevo repitiendo estos dos verbos desde hace unos seis meses.
Aparte, comparto tu «manía» con las introducciones: son definitivamente para el final. Y no es manía sino callo lector.
Yo tengo pendientes unos cuantos, cualquier día de estos. Las introducciones condicionan la lectura, mientras que si las lees al final, enriquecen.