John Steinbeck nació en 1902 en California, el vergel de EE. UU., el paraíso para los millones de granjeros que durante los año 30 se vieron forzados a abandonar sus haciendas exhaustas y estériles por un cultivo excesivo, la sequía pertinaz y las nubes de polvo que cubrían todo, el sol, las casas, los campos antaño fértiles de las grandes praderas. La sobrexplotación, la impiedad y la avaricia de los bancos y/o los nuevos terratenientes, la fatalidad meteorológica, el “progreso” arrojaron a millones de personas a la carretera, a la ruta 66, camino del empíreo, de los valles repletos de naranjos, uvas, melocotones, de los campos de algodón…, del trabajo -a cualquier precio, pero eso lo aprenderán al llegar-. Antes de esta historia, Steinbeck escribió una serie de artículos recogidos en Los vagabundos de la cosecha y conoció in situ la realidad de los desposeídos. [Ver fotos de Dorothea Lange].
La novela arranca con una plástica descripción de la evolución y aspecto de las cosechas, de las nubes que pasan y no caen, del viento que empuja las nubes y levanta el polvo, del polvo que se queda y se filtra por todas partes, y de las miradas de los hombres, de las mujeres y de los niños. Ahí está un principio básico de Las uvas de la ira. A continuación conocemos a Tom Joab, el eje, junto a Madre, de la saga. En el tercer capítulo nos habla de nuevo el Steinbeck cronista -aunque siempre literato- de la v”… y, después, seguimos a una tortuga tenaz, que, pase lo que pase, persevera en la misma dirección y que, además, al caer ella, la espina de avena loca y tres de las semillas con cabeza de arpón [que habían quedado atrapadas en su interior] se hundieron en la tierra, su concha arrastró tierra por encima de las semillas. Así es esta epopeya. Gente que avanza lenta y necesariamente y, sin querer, va sembrando semillas. Así quiere ser.
De los 30 capítulos que la conforman, dieciséis refieren la intrahistoria de aquellas proles estadounidenses que se vieron impelidas a buscar trabajo fuera de sus hogares y estados. La llegada de los tractores, la pretendida impersonalidad de los bancos y de los dueños de las tierras, la presión del hambre, el origen y mantenimiento de los sueldos de miseria, el miedo al extranjero… Una crónica ilustrada por otros 14 capítulos que narran el Vía Crucis -14 son sus etapas- de una familia unida por el amor, El amor entre ellos y el amor a la tierra y a los frutos que de ella podrían, porque ya lo hicieron, obtener. Una historia de matices bíblicos en un viaje a una tierra prometida hacia el que parten los Joad al completo, 12 en total, como los apóstoles, en compañía de un predicador que tras meditar lejos de todos, en el campo, ya no quiere ser predicador, ha perdido la fe, aunque mantiene el espíritu como aquellos a quienes a decidido unirse.
En un principio, Tom Joad viaja para regresar al hogar, pero cuando consigue encontrar a sus padres, abuelos, hermanos y cuñado, estos se disponen a partir en un destartalado vehículo para recoger fruta en California desde donde solicitan mano de obra para trabajar. Viven un sinfín de desoladoras vicisitudes insertas en un proceso histórico y económico profundamente injusto. Capítulo sí, capítulo no -salvo una excepción-, Steinbeck nos da los pormenores de este proceso que conduce indefectiblemente a estos exiliados, unidos por firmes lazos, a hacer lo que ya no pueden dejar de hacer: seguir adelante, ya no hay donde volver. Cuando llegan a California muchas cosas han cambiado, pero ellos, necesariamente, han de continuar camino. La movilidad como un factor desmovilizador. ¡Cuánto presente!
Toda la obra está cargada de un profundo sentido religioso, pero con un giro de 180 grados. La involuntaria palabra del predicador que da el relevo a Tom en las aguas de un río -curioso y paradójico bautismo- y lo gana para una causa nueva. El niño lanzado a las aguas en las antípodas de Moisés. Sin hablar del final, mezcla de Piedad y Virgen con el niño. Y la iglesia está, aunque no parece que sea para bien. La agorera voz de la loca del campamento oficial, la reprobación de las costumbres licenciosas -el baile- que hacen olvidar el día a día. No obstante, no aparece en la crónica de los capítulos impares: la voz anónima que va glosando el éxodo de los Joad y, con ellos, el de millones de expulsados de Oklahoma, Texas, Nuevo México…
Lo mejor es leerlo (o releerlo). Da para mucho y está repleto de pequeños grandes detalles. Es una narración realista y, también, un informe sobre el desarrollo de la nueva economía -al parecer siempre es nueva, aunque en el fondo siempre se trate de lo mismo-. Una obra rica y vigente que sesenta y cuatro años más tarde sigue transmitiendo verdad y compromiso en unos universales básicos que siguen pareciendo inconquistables. Reconstatar que no ha llovido mucho, que siguen las tormentas de polvo para el común de los mortales, que la ruta 66 puede estar en el Mediterráneo, camino de Lampedusa, de Almería, en el desierto de Sonora, en la frontera entre Pakistán y Afganistán, en tantos y tantos sitios donde las personas siguen buscando un salario que les permita parar y vivir de su trabajo.
Mira tú qué casualidad: hoy mismo he abierto «Las uvas de la ira» para una relectura que no había hecho desde hacía un montón de años. Lo tomaré con más gusto.