Que Jezabel, mujer bíblicamente mala, vana, manipuladora, es un ajuste de cuentas de Irène Némirovsky con su madre, parece fuera de toda duda. Pero vayamos primero a esta breve novela. Data de 1936, seis años antes de ser asesinada en un campo de concentración nazi, tenía la autora 33 años y aún muchas cosas por escribir.
La obra arranca con el proceso a una bella mujer madura acusada de haber asesinado a su jovencísimo amante. Ella calla, responde cabizbaja a las preguntas, asiste silenciosa y humillada a las declaraciones de los testigos y acepta como buena la versión del tribunal ante la expectación y el morbo de los asistentes al juicio: sí, ella lo mató. Los 19 capítulos que siguen -el primero no es sino una introducción o mejor cabría decir una prolepsis, pues centra nuestra atención en unos hechos cuya historia se nos cuenta a continuación- narran la vida de la inculpada, Gladys Eysenach, hasta la muerte del joven Bernard.
Fue Jezabel adoradora de Baal, dios de la fertilidad -y de más cosas- para los pueblos del Antiguo Testamento y demonio -Belzebú, Baal zebub- para los cristianos, en cuyo honor se daban fiestas orgiásticas, fue también una mujer manipuladora y cruel solo atenta a sus deseos. Gladys, desde su primera salida a una fiesta, queda subyugada por las luces, el baile, encantada con la atracción que despierta en los hombres, sea cual sea la edad, divertida con la mirada desconfiada de las mujeres. Vive por y para el juego de la seducción, por y para su cuerpo y vanagloria: en ello radica su poder, en ello y, por lo tanto, en el mantenimiento de la juventud o la apariencia de juventud. Con ritmo rápido y fluido, Némirovsky describe un mundo y un personaje que conoció bien: a pesar de su trágico final, era hija de un rico banquero que hubo de huir cuando estalló la revolución rusa, vivió un mundo de lujo, aunque resguardada, únicamente, por la atención y el afecto de su niñera y probablemente por su avidez literaria; hay mucho de su madre es este personaje así como en el trato que dispensaba a su hija -la madre de Nemirovski vivía intensamente, mantenía a Irène apartada, la quería infantilizada y, fiel a su personaje, rechazó acoger a sus nietas cuando se quedaron huérfanas-. Al comienzo de la novela un testigo amigo de Bernard recuerda, ante la vieja acorralada sometida al tribunal una frase del difunto Mi madre Jezabel ante mí se mostró. ¿Leería la mundana progenitora esta obra? No digo más porque, si bien a medida que se avanza se puede ir intuyendo el desarrollo -el final ya lo sabemos y es, por tanto, lo de menos- no me gusta que me destripen lo que voy a leer y la novela es un breve ejercicio de justicia poética al que vale la pena acercarse.