Colm Toíbín tenía 9 años cuando empezó a tartamudear y 12 cuando murió su padre. Ambos hechos son recogidos en este libro que, según sus palabras, tardó 12 años en escribir, sin embargo no corresponden exactamente ya que el tartamudeo no le sobrevino tras la muerte de su padre. Esto da una idea de que lo importante aquí no es la fidelidad de la historia, sino la percepción de un proceso de recomposición personal y femenino tan conciso como expresivo; es también un respetuoso y comprensivo homenaje a su madre y, al mismo tiempo, la aproximación a esos tres años que recoge de su adolescencia.
Nora Helmer, en Casa de muñecas, lo deja todo, hogar, marido e hijos, para encontrarse a sí misma, para aprender a ser una persona independiente y no un objeto decorativo en la casa de su esposo. Nora Webster ha de aprender a ser ella misma, no alguien a la sombra de Maurice, su marido, que muere tras dos dolorosos meses de agonía y dolor. Para ello, Toíbín adopta un tono preciso, descriptivo, dándole a la protagonista una voz parca, en ocasiones fría, en ocasiones llena de estupor, otras veces arriesgada, pero sin grandes explicaciones, una voz que nunca se regodea o invoca el pasado -aunque a veces, inevitablemente, la interpele-, sino que se asombra del presente que va recomponiendo a medida que pasan los días, sin alharacas, sin grandes pretensiones, saliendo al paso de los acontecimientos que la abordan quiera o no. La novela recorre tres años en los que va aprendiendo a pisar fuerte y a pisar donde quiere en una pequeña ciudad en la que, desde la primera página, sabemos que todo el mundo sabe todo de todo el mundo y se aprovecha la más mínima oportunidad para meter la nariz en los asuntos del vecino o la vecina en este caso.
El silencio y la incomunicación tras una existencia bajo el aura de alguien carismático, preeminente incluso para sus propias hermanas, bajo un manto protector y a la postre paralizante. Era como si viviera dentro del agua y hubiera cejado en su lucha por nadar hacia el aire. Tras veinte años, afrontar sola lo cotidiano y sin embargo nuevo: hijos e hijas, nuevas y viejas amistades, conocidos, el antiguo empleo recuperado, el deterioro de las paredes, de los muebles… Tres años de pocas palabras para rehacer su espacio vital, su forma de relacionarse, su voluntad, sus pequeños placeres o sencillamente sus olvidados y desatendidos bálsamos y para aceptar que lo que había ocurrido podía borrarse. Tres años durante los que reaparece su antiguo yo -y con él, el recuerdo de su madre con quien tan mal se llevaba- y que culminan con un fantasma shakespeariano que le sirve a Nora para culminar su huida hacia adelante y comenzar de nuevo con los armarios limpios y la música olvidada que no había sabido echar en falta.
Una extraordinaria novela que dice más de lo que cuenta, narrando lo justo, sin escarbar en presuntas psicologías quizá poco respetuosas con una madre. No le hace falta, sólo hay que saber escuchar los espacios en blanco. Indudablemente seguiré con Colm Toíbín. Además de Nuevas maneras de matar a una madre (necesariamente Nora Webster, que necesitó años para madurar, para encontrar su forma, hubo de tener que ver con ese estupendo rastreo de las huellas familiares en diversos autores) y este hay bastantes más. Qué feliz futuro lector me espera. Anímense.