Caí en las redes de Kobo Abe cuando Siruela publicó La mujer de la arena allá por el ocheta y muchos, después pasó al olvido -el autor, no su novela que se sumó a las que me son más caras y de segura relectura si el tiempo con su hábito de pararse no lo impide-. Aguarda en pendientes El rostro ajeno, comprado en un momento inadecuado por lo que desapareció entre la multitud de volúmenes de todo tipo que inundan la casa, y en una virtual cesta de la compra todos cuantos he visto que están traducidos, claro que algunos, como El mapa calcinado, en Argentina, si bien se puede comprar en España y confío en que los otros también, aunque los tiempos han cambiado y los libros vuelan, previa tarjeta de crédito, de un continente a otro. Por la reseña de Guelbenzu, en quien prácticamente siempre confío, supe de esta obra y me precipité en su búsqueda.
Kobo Abe, 1923-1993, tokiota de nacimiento, pero crecido en Manchuria. Volvió a su ciudad natal para hacer el servicio militar -lo que le convirtió en antimilitarista-, para estudiar medicina, abandonar la carrera y dedicarse a continuación a la poesía, la novela, el teatro, el cine y seguro que más cosas. El mapa calcinado es de 1967. Wikipedia francesa dixit -esto y algo más-.
Una mujer dirige una carta a la agencia de detectives T. para que localicen a su esposo Hiroshi Nemuro, jefe de promoción y ventas de la comercial de gas Daimon.
Leída la carta que firma Haru Nemuro, comienza el relato de los acontecimientos por el detective encargado del asunto, relato que arranca preciso, puntilloso, matemático, sin escamotear detalle del trayecto y el paisaje -blanco, geométrico, turbio-. Él, nunca sabremos su nombre, es meticuloso, concienzudo hasta el extremo, obsesivo, su jefe no requiere tanto de él, a fin de cuentas considera que un detective no es otra cosa que un limpiador de cloacas, que se arrastra en medio de las inmundicias que nunca reciben la luz. Y así será. Un paseo por las zonas oscuras, por lo que hay detrás, por lo que no se ve y nunca se termina de saber, por los huecos que no están en el mapa, el mapa que es necesario trazar para caminar seguros. Él nos conducirá. También podríamos llamarlo el tipo. Hay otros “él” y otros “tipos” a lo largo del relato, dos de ellos, el hermano de Haru y Tashiro, compañero de trabajo del Sr. Nemuro, a veces tienen nombre, pero acaban resultando “él” o “el tipo”. Desaparecen. Nadie sabe de ellos en una sociedad gregaria. Porque hay muchos tipos de desaparecidos en esta ciudad que nos describe nuestro detective, los que están presentes y nadie ve, como Tashiro, los chicos fugados de casa que pasan a engrosar los prostíbulos de las mafias, los taxistas –nubes flotantes– temporales, grupo voraz, los obreros que buscan la ayuda social, los ocultos en un local de pachinko, en un bar, en vasos y vasos de sake… Solo una de sus fuentes de información, el Sr. Toyama, merece que su conversación sea digna de figurar en los informes que el detective presenta, es una presencia firme, con una información fidedigna, tiene un lugar propio donde regresar. Él, a fuerza de minuciosidad, se va explayando, se va dispersando, cada detalle amplía el abanico y el mapa personal del detective se llena de vacíos. Haru, su cliente -una referencia más cercana que su exesposa-, es su principal intriga a pesar de las estrictas normas de la agencia: no han de verlos como seres humanos, sino como el alimento para saciar vuestra hambre. No consigue descifrarla. ¿Qué consolida una identidad fuera del grupo? Ese grupo que no acoge y sí puede matar de diferentes formas activas o pasivas. Esa sociedad que es la base y también la cuerda que estrangula.
Una pretendida “novela negra” llena de espacios en blanco, la búsqueda de la concreción como punta de lanza del absurdo. ¿Hay una trama en esta investigación en la que el detective encuentra más intrigante y molesta la solicitud de investigación que el paradero del desaparecido? Imágenes poderosas, líricas, en un espacio de cielos blancuzcos, neones estridentes, descampados peligrosos. Desaparición y/o muerte. Godot que no quiere volver, la cucaracha que despierta convertida en una pieza de un engranaje que no encaja. Por más que reflexione, nunca llego a entender por qué me resulta tan terrible el sueño que se repite un par de veces al año, en el cual me persigue la luna radiante. Todo se entrecruza, se entreteje, para volver al definido espacio del comienzo, como una estrofa que se repite cuando ya no hay donde volver.
Ineludible, como La mujer de la arena, para quien disfrute de Kafka, Beckett, Kristof… Para quien no encuentre siempre las cosas en su sitio, en el que dicen que decían que corresponde.