Shirley Jackson murió de un ataque al corazón en 1964, a los 49 años, tras publicar esta novela y con otra en marcha, víctima del abuso del alcohol, el tabaco, de los medicamentos prescritos para que adelgazara por un lado, para que se relajara por otro, para que luchara contra su reciente agorafobia, su ansiedad, etc. -anfetaminas, tranquilizantes, barbitúricos…-, para que, en resumen, aceptase su vida de ama de casa al servicio del esposo -profesor y crítico literario-, las tareas de limpieza del hogar, la cocina, la educación de la prole -tuvo 2 niñas y dos niños- etc. con resignación, pero eso sí, produciendo artículos, cuentos, novelas…, ya que el peso económico de la patriarcal familia recaía sobre ella. A su madre no le gustaba su hija y hasta el final de sus días -los de Shirley- mantuvieron una relación difícil. Su desconsolado marido se casó el mismo año de su muerte con una joven alumna. Ella escribió desde muy jovencita y su salto a la fama provino del magnífico cuento La lotería y, no tanto por su calidad, que sí, pues hoy es el día en el que sigue resultando francamente sorprendente y perturbador, como por la reacción de lectores y lectoras, así como por la gran cantidad de cartas de protestas que llegaron a la redacción de la revista donde se publicó.
En esta novela gótica contemporánea las tinieblas no proceden del castillo, donde aparentemente todo funciona feliz y armoniosamente dentro de unos límites realmente marcados, sino del exterior, del pueblo donde … los hombres se mantenían jóvenes y se dedicaban al chismorreo, mientras que las mujeres envejecían con un maligno cansancio gris…, no hay damas secuestradas por alguien malévolo, sino las últimas supervivientes, muy bien educadas, de una familia de potentados, abrumadas por un sentimiento de rechazo hacia y desde la sociedad que las cerca -asfixiante, clasista, prejuiciosa, claustrofóbica, hipócrita, culpable…; el que se quisiera héroe no va a rescatar, es más un fantasma que busca expoliar. La atmósfera de misterio está dirigida por una voz fresca e inquietante, poderosa, protectora y agresiva, festoneada por un ácido y perverso sentido del humor -recreado para ausentar a las escasas visitas- y Jackson la dosifica a la perfección, avisando de lo inminente, mientras a través del trastornado tío Julian va desentrañando el siniestro pasado.
La historia la cuenta Mary Katherine Blackwood, tiene dieciocho años, la conoceremos a lo largo del relato como Merrycat -también tiene un gato, Jonas, y sí, es feliz- y su vida gira entorno a su hermana, Constance. Ambas son la cara y la cruz indisoluble de esta historia y, por qué no, de muchas mujeres: Merrycat, asilvestrada y fantasiosa, afronta el peligro y la animadversión de los resentidos habitantes de una pequeña y fea ciudad de provincias, imagina caminar sobre sus cadáveres cuando la incordian, recorre todos los caminos de su enorme y señorial finca enterrando o colgando objetos familiares para conjurar los posibles males que sobre ellas puedan acechar; Constance, fiel a la tradición de las mujeres de la mansión, dirige la casa, recoge los alimentos de la tierra, los conserva y los cocina, atiende al tío Julian… Constance es bella, Merrycat, no sabemos, para Constance, sí. La joven Merrycat nos va a contar la nueva calamidad que se ha cernido sobre los Blackwood y Julian, víctima de la gran desgracia que aconteció seis años atrás, en su esfuerzo por no olvidar lo que pasó (recurrentemente pregunta ¿Sucedió realmente?) va consignando cuanto recuerda de aquel día trágico. Ellas no lo hablan. Constance envasa: … los tarros de intensos colores con encurtidos y verduras y mermeladas granate, ámbar y verde oscuro estaban unos al lado de los otros y allí se quedarían para siempre, como un poema escrito por las mujeres de la familia Blackwood. Merrycat vigila, protege el castillo, teme por su fiel hermana que empieza a contemplar la posibilidad de… y planea una vida distinta para ella, Constance y Jonas en la Luna, su refugio seguro. Y tal vez también para el tío Julian. Solo tendrán que crear una nueva rutina.
Una obra llena de detalles inmersos en una cotidianeidad extraña y amoral con la que Jackson bombarbea -sería más acertado decir, envenena- a la familia tradicional y a la sociedad obtusa donde le tocó convivir. Fueron tiempos en los que, acabada la Segunda Guerra Mundial, el discurso vigente y recogido por Betty Friedan en La mística de la feminidad, conminaba a las mujeres -una vez conseguido el voto, el derecho al empleo y a la educación, etc.- a retornar felices al hogar, a potenciar sus cualidades más rancias, a servir y callar, fueron tiempos de ansiedad, depresión, neurosis y Shirley Jackson fue una de sus damnificadas. Murió pronto, pero nos dejó esta rica e inquietante pequeña obra maestra, además de la genial La lotería. Y estamos de enhorabuena porque Minúscula sigue recuperando obra suya. Por el momento, cuentos, confiemos en que lleguen las demás novelas.
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