Esta edición de Las almas muertas, no sé otras, contiene, como Primera parte, la novela del mismo título empezada por Gogol en 1835 y publicada en 1842 y, a continuación, como Segunda parte, los capítulos fragmentados y recuperados del fuego al que su autor los sometió en dos ocasiones. Con Pushkin y Lérmontov, Gogol señala el arranque de la novela rusa en el siglo XIX, iniciando la ruptura con una literatura elitista, superficial y autocomplaciente escrita en un idioma pobre plagado de galicismos, germanismos, palabras arcaicas, etc. Respaldado por su admirado y querido amigo Pushkin de quien recibe la idea del argumento de esta obra, Gógol escribe Las Almas muertas lejos de Rusia, patria de la que se ha alejado tras el revuelo resultante del estreno de su obra de teatro El inspector.
El narrador nos hace asistir a la llegada y aposentamiento en la ciudad de N (N representaba a cualquier pequeña ciudad rusa y el más alto grado de vacuidad), de un forastero, Chíchikov; en el primer capítulo nos enumera las visitas por él realizadas a todos los próceres o susceptibles de ser próceres de la pequeña villa: presidente, vicepresidente, jefe de policía, inspector de Sanidad… Describe y comenta de forma aparentemente sencilla, cargada de ironía y de sugerencias, los hechos y los detalles de aquello que puede resultar relevante. En el tono de un autodenominado cronista que tiene a bien, recurrentemente, separarse de los hechos y comentar aquellos aspectos que quiere destacar, desarrolla reflexiones que vienen al caso -o no-, introduce un relato disparatado -y alusivo que, además, fue censurado-, reflexiona sobre sus propias elecciones y los supuestos deseos del lector -… el autor siente un extraordinario apego por los detalles hasta en sus más íntimos aspectos y, en relación con esto, si bien es ruso, quiere ser meticuloso como un alemán.-. Durante seis capítulos el escritor sigue a Chíchikov en su itinerario de terrateniente en terrateniente a la caza y captura de almas muertas para… Bueno esto no lo sabremos hasta el final y durante los nueve capítulos en los que estas almas aumentan los haberes de Chíchikov, nuestra perplejidad irá pareja a la de los vendedores de tales bienes -pues que bienes eran para sus propietarios- a la par que la hilaridad, ya que ésta nos acompañará en el recorrido del catálogo de personajes desplegado por Gógol, a través de sus circunloquios (en el capítulo 9, que bien podría titularse De cómo se crea, esparce y diversifica un rumor, la charla entre la dama agradable en todos los sentidos y la dama sencillamente agradable es absolutamente tronchante), a través de sus pleonasmos, sus reducciones al absurdo de máximas cuando menos cuestionables –¡Ay! En este mundo, los gordos saben manejar sus asuntos mejor que los flacos-, esclarecidos por las sarcásticas descripciones de los diferentes tipos, minuciosas, reveladoras, hiperbólicas y, mira tú, consecuentemente realistas (o sería mejor decir “realísticas”). La novela es magnífica en cualquier tiempo. Si tiene mucho de la afamada alma rusa, su sentido transciende lugar y tiempo, aunque, como simples lectores de las, por lo consultado, cada vez más esforzadas e informadas traducciones de esta obra, nunca alcanzaremos a entender quienes no leemos ruso, otra de las riquezas con las que dicen cuenta esta obra, que es la lengua con la que Gógol arranca una literatura en ruso y en prosa que estaba en mantillas y que devendrá universal. Juegos de palabras, nombres propios significativos, calambures… Lástima de Babel.
Dentro de la obra, en diversas ocasiones, Gógol defiende el derecho del escritor de elegir personajes secundarios, oscuros, incluso innobles (no creo recordar uno que se salve entre estas almas vivas, al punto de preguntarse cuáles son, en verdad, las almas muertas), también defiende la lengua rusa tan denostada por la crème de la crème de su país. La obra, que no deja títere con cabeza, fue recibida con división de opiniones dentro de la división de opiniones, es decir, los eslavófilos (y conservadores) se dividieron entre quienes la consideraban la Ilíada rusa y quienes la consideraban un oprobio para la patria, y los antieslavófilos, tres cuartos de lo mismo. En 1846 Gogol añade un prefacio a modo de justificación y comienza a hablar de esta obra como de la primera parte de lo que sería un gran fresco dividido, a la manera de la Divina comedia, en Infierno -el ya publicado-, Purgatorio y Cielo. Ecos de Cervantes transitan por esta obra, si bien Chíchinov no viaja por Rusia para desfacer entuertos, salvar damas, etc. Gógol, de vida no precisamente muy intensa en sus peripecias –No poseo vida fuera de la literatura- escribió Almas muertas y no supo seguir. Era hijo de un terrateniente amante de la literatura y autor de comedias inspiradas en el pueblo, y de una madre profundamente religiosa. Su fe en la palabra y en la responsabilidad para con los demás que se le suponía a un escritor en su tierra, unida a un yo atormentado y místico, asistido y aleccionado por la fanática participación de un tal Padre Mathieu, dio al traste con su salud. La Segunda parte incluida en esta estupenda edición de Nórdica presenta destellos de esa inteligente y punzante precisión en el retrato de caracteres del mejor Gógol, pero la voluntad moralizadora (y la fragmentación, todo hay que decirlo) desmerecen, por lo que, de haberlo sabido, hubiera hecho parada y aire, en vez de continuar la lectura como si de su continuación se tratase. No es así. Él quemó lo escrito diez días antes de morir.
Se le ha considerado a Gógol en distintos momentos como uno de los primeros autores realistas rusos, sin embargo resulta indudable que es Gógol una de las vías que conducen a Kafka, Sartre, Camus, Beckett, Kristof… Imprescindible.
Pingback: Tren al Macondo uzbeko – Desde la ciudad de piedra