En 1947, durante su estancia en Venezuela que duró catorce años, Alejo Carpentier hizo un viaje al interior de la selva venezolana y de esta experiencia se vale para el transcurrir de esta obra, Los pasos perdidos, publicada en el 53. La novela se abre con una cita del Deutoronomio sobre la condena del hombre por apartarse de la segunda ley de Moisés -nunca son baladíes, cuando las hay, las citas que anteceden los capítulos de las obras de Carpentier- y, en primera persona, nos conduce por la angustia de un protagonista aplastado por la urbe y alienado por sus obligaciones laborales, sociales, maritales…, las políticas, como constataremos en la primera etapa de su periplo, no tienen lectura directa ninguna, pues cuando llega al país sudamericano desde donde partirá en busca de unos instrumentos musicales arcaicos, tal vez primigenios, país convulso en plena rebelión, no sabe nada, no entiende nada, lo cual, por otra parte, revela el caos gubernamental que rige el destino de estos territorios que recuerdan sin esfuerzo a Cuba -aún quedaba lejos la revolución y al lado el golpe de Estado de Batista-, Perú, Uruguay, República Dominicana, Venezuela… El narrador trabaja poniendo música a películas publicitarias, … un cómplice de los afeadores del paisaje, de los empapeladores de murallas, de los pregoneros del Orvietano. Su mujer es actriz de teatro, actriz de éxito por un único papel que está condenada a representar día tras día durante años. Ella se va fuera de representación mientras él se enfrenta a unas vacaciones en soledad. Sísifo se siente perdido sin piedra que empujar. Estamos en la era … del Hombre-Avispa, el Hombre-Ninguno, en que las almas no se venden al Diablo, sino al Contable o al Cómitre. Y sin mucho entusiasmo y con menos voluntad, se deja arrastrar en un viaje que resultará iniciático, en compañía de su amante, Mouche –el nombre, mosca o lunar postizo, es suficientemente significativo-. A partir del segundo capítulo, la novela se transforma en algo así como un diario de abordo que arranca en algún lugar de Latinoamérica, lo que le hace volver a sus orígenes pues en similar paisaje y con la misma lengua creció. Aunque nunca da nombres reales, Nueva York es fácilmente identificable -allí vivió Alejo Carpentier, pero rechazó quedarse- y la selva venezolana es reconocida, incluso con nombres, en la nota final. La Naturaleza es la primera invasora de estas caóticas poblaciones una vez que quienes las atienden, por la revolución que estalla, abandonan unos días su domesticación. A medida que avanza, el narrador va soltando lastre y no solo mental. Los mitos se hacen realidad, Sísifo encuentra a un griego cuyo único libro es La Odisea, y, como Odiseo, Yannos verá a Sísifo empujar la piedra, para volver por ella. El punto central a partir del cual el viaje se convierte definitivamente a “lo real maravilloso” -como Carpentier gusta de llamar e esas realidades insólitas que se superponen a la contemporaneidad tan vacía de sentido, propulsora del desarraigo del hombre occidentalizado- es una taguara -tienda modesta, bar, centro de reunión, burdel…- llamada, Recuerdos del porvenir. No es solo el espacio y con él, el paisaje, lo que cambia, es el tiempo: un regreso a los orígenes, a la génesis, al nacimiento, un viaje al pasado, a diferentes periodos de nuestra evolución, sin abandonar el siglo, y es hermoso, pero también cruel, es más acorde con la esencia y, cuando menos, tan despiadado. El salvaje no es tal, sino un ser humano llegado a maestro en la totalidad de oficios propiciados por el teatro de la existencia. En el devenir del río, mito y realidad dialogan y el autor se abandona, mas es en falso ya que, lo que él ha incorporado -cultura, poesía, música, arte en fin- lo asalta a pesar de haber rastreado las fuentes, y el deseo que es impulso por materializar aquello hacia lo que su mente -su espíritu, su alma- se siente impelida, así como aquello de lo que huye están tan presentes como los tiempos antiguos que allí se suceden, se superponen, mueren, renacen. El miedo, fiel compañero de nuestra humanidad, la destrucción -ese runrún que le acompaña de la Canción a las ruinas de Itálica: Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora / campos de soledad, mustio collado / fueron un tiempo Itálica famosa.-, la espiritualidad -el treno indígena confluyente con la antigua Grecia, los santos intermediarios con la divinidad-, la búsqueda, la socialización, el castigo, todo un entramado de emociones, conocimientos, paralelismos, etc. puestos al servicio de una evolución oculta, silenciada, pero real, maravillosa, encontrada y perdida. Por lo menos, así fue, ahora…
Aunque en eso se equivocó, no las tenía todas consigo Carpentier cuando publicó Los pasos perdidos. Su ritmo, sin diálogos en época tan acelerada, la profusión de alusiones y referencias que van de la Biblia a Esquilo, Homero, Shelley, Shakespeare, Beethoven…, la ambición que le caracteriza por conectar en espacio y tiempo lo que nos hace más humanos, nuestras creaciones, el arte, las artes, su afán por encontrar el comienzo de la trama. Porque mi viaje ha barajado, para mí, las nociones de pretérito, presente, futuro. No puede ser presente esto que será ayer antes de que el hombre haya podido vivirlo y contemplarlo; no puede ser presente esta fría geometría sin estilo, donde todo se cansa y envejece a las pocas horas de haber nacido. Esto lo escribió a principios de los 50. Quizás no sea su obra más fácil -que no es, en absoluto difícil-, pero vale la pena dejarse llevar por este río, que él pudo navegar y supo interpretar. Que siguió navegando por diferentes camino y que no sé yo en este vertiginoso, intrincado siglo XXI.
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