Vayamos por parte. Esta novela data de 1997 y arranca con una promesa a muy largo plazo, se desarrolla en presente durante una tarde y una noche en la vida de Vibeke y su hijo, Jon, que al día siguiente cumplirá nueve años. La narración, hasta más de la mitad, mantiene la atención gracias al itinerario del niño que vagabundea por un paisaje frío de temperatura, pero no de calor humano, si bien, este calor no es el que el chaval necesita y su trayectoria errática nos mantiene a los lectores a la expectativa, anticipando una futura tensión. En este relato casi cinematográfico, la madre es un personaje hueco, vacío. No hay carne a la que agarrarse – La vida es demasiado corta para no ir guapa […] Es mejor pasar frío-, tanto por su trivialidad que intenta equilibrar con informaciones que resultan redundantes (Así, frente a las memorables reflexiones de la ínclita, se insiste en la gran afición de la protagonista por la lectura, afición que no se siente reflejada en nada), como por su falta de inteligencia frente a acontecimientos, personas, lugares, etc. y en su más que juvenil, casi adolescente, egocentrismo. Ahora bien, si la función de este tarro vacío es la de mantenernos en tensión frente al desamparo progresivo de la criatura, el éxito es arrollador y comienza a intuirse, desgraciadamente, más allá de la mitad del libro, cuando otros personajes, estos sí, misteriosos -nada sabemos de ellos más que lo que madre e hijo observan- comienzan a actuar en el entorno de esta familia monoparental. El interés crece en la parte final, a un ritmo casi de película y el final -frente a los comienzos- no decepciona. Lo mejor es la naturalidad de Jon en su inadvertido abandono que comparte con los perros que deambulan de casa en casa y la convicción de la realidad de sus deseos. Lo peor, esa madre, no por una cuestión moral, sino por su falta de contenido. Una novela irregular, recomendada en su país de origen, lo cual no es de extrañar pues que se lee bien y el tema maternofilial o, si se prefiere, las relaciones familiares resultan siempre agradecidas de analizar. No está mal, su narración es rápida y poco literaria, quizá impelida por una urgencia de la autora que decía en una entrevista de febrero de 2019: En Noruega, cuando tienes dos libros publicados, como era mi caso, tienes derecho a solicitar el ingreso en el Sindicato de Escritores, donde hay un comité que decide si tienes calidad suficiente. El día que volvíamos del hospital con mi bebé recién nacido, nos encontramos con dos cartas en el buzón: una para mí y otra para mi pareja. En la suya le daban la bienvenida y en la mía me pedían disculpas… En ese momento me llené de ira. «¿Mi propia gente, los escritores, me decían que no era digna de entrar en su club?». Me sentí completamente rechazada, indeseable. Ese rechazo, y la fragilidad del posparto, abrieron las compuertas hacia el sentimiento de soledad de mi propia infancia. […] Antes de ir al hospital había guardado mi mesa de trabajo porque creía que solo iba a tener tiempo para la crianza, pero cuando recibí esa carta volví a ponerla en su sitio, al lado de la cuna, y cada vez que se dormía, me ponía a trabajar. Así escribí Amor.