Sabemos por el prólogo del propio Nabokov que este libro fue, previamente, una serie de artículos publicados en varias revistas, si bien, el germen de su posible unión fue previsto desde la publicación en 1936 del primero de ellos, el actual capítulo cuarto, titulado “Mademoiselle O”. Finaliza con su emigración a Estados Unidos en 1940. Se pueden leer, pues, independientemente, aunque el orden cronológico es suficientemente respetado.
Está escrito en primera persona, alternando descripciones, reflexiones y referencias al lector, en una búsqueda del tiempo perdido que, como él dice, puede ser estimulada, aunque, en ocasiones, no coincidan la propia memoria y la ajena. Sin embargo, hacia la mitad del libro aparece un tú claramente dirigido a la omnipresente Vera, su esposa, tú que reaparece de nuevo en el capítulo 14, para ser omnipresente en el último, donde, dirigiéndose a ella, haciéndole partícipe de sus recuerdos, transmite una imagen de la Europa que va desde 1934, fecha del nacimiento de su hijo, hasta 1940, a través de las vicisitudes propias de unos nuevos padres (jardines, coches de niñ@, etc.). “A medida que transcurría el tiempo y que la sombra de la historia, obra de locos, viciaba incluso la exactitud de los relojes de sol, anduvimos inquietamente de un lado a otro de Europa, y nos pareció que no éramos nosotros, sino aquellos jardines, los que estaban viajando,” Un capítulo delicioso cuya primera parte leí tres veces seguidas porque es un placer para cualquier alma lectora.
Con esa prosa exquisita de la que hace gala Nabokov y mientras reflexiona sobre la percepción del pasado, va adentrándose en distintos aspectos y protagonistas de su infancia. Con nostalgia por lo que en su momento no supo apreciar (tampoco sabía que lo iba a perder así, tan rápida y definitivamente), no tanto, según dice, por los bienes materiales como por los paisajes, los olores, la propia lengua, va sacando a la luz el pasado, indudablemente, en un intento, si no de fijarlo, sí de recuperarlo. “La nostalgia que he estado acariciando durante todos estos años no es el dolor por los billetes de banco perdidos sino una hipertrofiada conciencia de infancia perdida”.
Recupera a su familia (a la que dedica un exhaustivo tercer capítulo de nombres, títulos y propiedades. Prolijo capítulo, ¡pardiez!, en el que han de quedar fijados para la posteridad los antiguos y linajudos orígenes de los Nabokov, si bien, al final del mismo, nos alivia en parte de tanta alcurnia: “Aquella robusta realidad convierte el presente en un fantasma. El espejo rebosa de luminosidad; un abejorro acaba de penetrar en la habitación y choca contra el techo. Todo es tal como debería ser, nada cambiará jamás, nadie morirá nunca.” ¡Ay, Proust, cuánto bien hiciste a la literatura!). A su padre, ruso blanco asesinado en el exilio, su madre, muy presente en casi todo el libro, hermanos (uno de los cuales le duele especialmente), sus institutrices y preceptores, las mariposas (esto lo disfrutarán más, sin duda, aquellos que de entomología sepan algo, aunque entre tanta nínfula -este Nabokov, le encanta jugar- deja siempre constancia de algunas de sus esencias: “Descubrí así en la naturaleza los placeres no utilitarios que buscaba en el arte. En ambos casos se trataba de una forma de magia, ambos eran un juego de engaños y hechizos complicadísimos”), el ajedrez, sus primeros amores…
Todo ello acompasado por su inteligencia, sus controvertidas opiniones, sus socarronas pullas (para Freud hay un par), sus irónicos comentarios y sus juegos (al hacer un repaso de los escritores rusos en el exilio, no deja de demostrar un interés especial por un tal Sirin -seres de la mitología rusa, mitad mujer, mitad ave- que no es otro que él con el seudónimo que usó para firmar sus primeras obras). A medida que se acerca al momento más próximo en el tiempo, el discurso de Nabokov va siendo más preciso e incluso más íntimo. Es la voz que se dirige a Vera y le hace partícipe de lo que nos cuenta. No me resisto a la última cita que dice más que yo con tantas vueltas: “Soy feliz testigo del supremo logro de la memoria, que es el de la magistral utilización que hace de las armonías innatas cuando recoge en sus repliegues las tonalidades suspendidas y errantes del pasado”.
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Gracias por la cita.
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