Los invictos de William Faulkner

íLos invictos

Aparte de en Sartoris, son muchos los relatos de Yoknopatawpha donde aparece o se alude a esta gran saga. Son los fantasmas de Faulkner que pueblan esta, si no ciudad, este condado invisible. Tras la mutilación y publicación como Sartoris de Banderas sobre el polvo, sigue dándole vueltas a la historia de esta familia y la va desgranando en varios cuentos entre 1934 y 1936. En ellos el coronel Sartoris sigue omnipresente, si bien, visto más de cerca, su magnitud es menor, más prosaica. En el 37 compila y adecua los seis relatos y añade un último capítulo. Ya es Faulkner en su máxima dimensión. Muchas de sus obras mayores ya están escritas y publicadas, y aquí, en Los invictos, desarrolla aquellos acontecimientos protagonizados por el coronel a través de Bayard -el abuelo de Sartoris– e incorpora a Rosa Millard -trasunto de la querida abuela de WF-.

      La voz conductora y autobiográfica es la de Bayard y arranca con el final de su infancia, el regreso del coronel cuando la derrota del ejército del Sur es prácticamente un hecho. Su voz es antigua e ingenua, pero su visión parte de la experiencia y se va adaptando a sus distintas edades a lo largo de la novela. Así, nada más empezar, la percepción del padre es muy otra, su olor a pólvora y a gloria no era otra cosa que “la voluntad de aguantar una decadencia sardónica, jocosa incluso, del autoengaño…”. Su tamaño al bajarse del caballo -de nombre ni más ni menos que Júpiter- era pequeño, su sable golpeaba los escalones al subir a la casa. Y la obra es sardónica y, muchas veces, “jocosa”.

        El libro cubre el tránsito a la madurez de Bayard. Muchos de los hechos ya han sido relatados o aludidos; de algunos sabemos las consecuencias –Luz de agosto y la familia Burden, por ejemplo-, pero aquí asistimos a su desarrollo. Se incorpora Rosa Millard, la suegra de Sartoris, antecedente del prototipo de mujer sureña perpetuado en Yoknapatawpha y antecedente de la tía Jenny y de Narcissa en su fortaleza, su tenacidad, su generosidad, su sentido de la justicia, pero con una inteligencia primitiva. Es descrita con afecto, respeto y una cierta ironía -sus trasiegos con el baúl de la plata, sus triquiñuelas con las mulas, su práctica manera de expiar y hacer expiar a los demás los pecados, su heroica y absurda forma de morir-. Motor de un Sur que se aferra a la tierra, a la tradición y aprovecha lo que hay. Frente a ella la francamente poco ejemplarizante, eso sí efectiva, manera de huir del coronel, figura que aparece y desaparece tras un pátina de presunta épica, que se reduce a robar caballos o dejar en paños menores al enemigo. Y Drusilla, la prima Drusila, que no quiere dormir y quiere, lo hace, estar en primera línea de combate, negar el dolor de la pérdida. Su rebelón no es tenida en cuenta por los hombres y es malinterpretada por las mujeres. Ella también representa el amor para Bayard y, con el olor de las verbenas que gusta de llevar, la sensualidad incipiente, reprimida y rechazada. A través de ella y de la decisión final del joven narrador de no perpetuar una tradición aceptada por un concepto del honor, cuando menos, cuestionable, este se convierte en un Sartoris. Otro tipo de Sartoris, aunque no tanto, por lo que leímos en Sartoris (valga la redundancia)

      De fondo, siempre, las grandes familias -los Compson: El sonido y la furia-; los blancos pobres; el conflicto Norte-Sur (“Esta Guerra no ha terminado. Acaba de empezar en serio”) en el que el ejército confederado y los esclavos liberados visten con andrajos, mezclando sus astrosas ropas con las afanadas a los yanquis, quienes imponen una fuerza que, por otro lado, les da igual, no creen en ella; un paisaje arruinado con gente que, más que viajar, vaga (“Antes había sido como pasar por una región donde no había vivido nadie nunca; ahora era como pasar por otra donde todos hubieran muerto a la vez.” -¡Ay, Rulfo, Rulfo!-). Y los negros…

       Ringo es el gran amigo y compañero de juegos de Bayard desde el primer capítulo,  hijo de Simon -sirviente del coronel y de Bayard hasta el final de sus días-, mas duerme en un jergón y en la peripatética escaramuza contra los yanquis en la que participan con el coronel, este le presta un caballo tuerto que no es capaz de manejar. Llegado el momento de las votaciones -que, mira tú, coincide con la obligada boda del coronel, lo cual no le impide matar a los Burden- le dice a Bayard

-¿Sabes lo que ya no soy?

-¿Qué?

-Ya no soy negro. Me han abolido.

       Faulkner en estado puro. Un simbolismo pertinaz. Riadas de negros caminando  y cantando juntos hacia el río Jordan, acabando en las aguas de otro río junto a la carreta y los caballos de la abuela Millard auxiliada por Drusilla. Lo ridículo, lo trágico, lo bíblico, lo patriótico, lo maniqueo (Mann, también Mann).

       Otro capítulo más de esta búsqueda del tiempo pasado de William Faulkner. Casi una droga (si se usan bien, son estupendas…), al menos para una servidora.

      Una última mención. Buena traducción y estupendo prólogo -mejor leerlo al final, aunque lo mismo es solo manía mía con las introducciones- Qué lástima de tanta errata ¿no tienen correctores?.

Luz de agosto de William Faulkner

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Faulkner, narrador omnisciente en gran parte del relato, empieza y termina el libro siguiendo a Lena Grove, muchacha aparentemente ingenua, fresca, tenaz, que sale de Alabama buscando al padre del hijo que está a punto de parir, Lucas Burch -“ la gente siempre anda tras él, porque siempre está dispuesto a reír, a divertirse, interrumpiendo su trabajo, muy en contra suya…”-. Poco monólogo interior aporta Lena, pero a través del autor, de Armstid (uno de los que auxilió a los Bundren en su periplo hacia Jefferson para enterrar a la madre) y de su mujer, que la recogen y acogen en su camino, comienza ese poliedro en el que se convierten los personajes de Yoknapatawpha en base a las distintas voces que van construyendo trama y caracteres -voces secundarias, protagonistas y autor, que parece actuar más a modo de guía, de encauzador, que de creador-.

     Entre el primer capítulo y el último transcurren tres semanas. De esos 19 capítulos, restantes, catorce narran el viacrucis de Joe Christmas, llamado así por ser dejado en un orfelinato el día de Navidad, no por nacer en esa fecha. Es un vagabundo víctima desde su nacimiento de los prejuicios raciales, religiosos y machistas que vertebran la sociedad de Jefferson. Tiene sangre negra en sus venas o tal vez mejicana, en ningún momento queda claro, ya que las fuentes de información son los distintos personajes que van contando su historia, así como el propio Christmas que vive escindido por su doble de condición de blanco y negro. Siendo él también verdugo en esta tragedia sudista, muere víctima de la intolerancia y la incomprensión, a manos de un claro convencido de la supremacía, no ya blanca, sino blanca, americana (lo de norteamericana se da por sobrentendido) y militar. Al principio sabemos de la llegada a Jefferson de Burch, hombre pusilánime, tramposo y paradigmático judas a muchos niveles, y de la suya: después, seis estupendos capítulos nos hablan de su pasado hasta llegar a casa de la Sra. Burden, la yanqui amiga de los negros que, sin embargo, pertenece a la tercera generación en esa tierra hostil.

     Un tercer personaje de peso en esta obra es Hightower, pastor apartado de su oficio por la Iglesia, misógino y torturado por un pasado del que Faulner nos adelanta algo en el tercer capítulo por boca de Byron, tal vez el más generoso y desprotegido de los componentes de este fructuoso fresco. Es el confidente de Byron y gran parte del relato nos llega por el artificio de la narración de los hechos y de las emociones que Byron y los Sres. Hines le hacen en su casa. No obstante el francamente tragicómico origen de su determinación no sale a la luz hasta el final. A la luz de agosto que impregna de sudor, de olor a humanidad -bastante deshumanizada- todo el relato. También a esa luz es alumbrado el hijo de Lena.

     Es lástima no mencionar a todos, pero no se trata de hacer un estudio de Luz de agosto, aunque reconozco que, a lo hora de acabar el libro, empezar a mirar subrayados, conexiones, asociaciones, etc., asombra su riqueza y, casi, te encuentras leyéndolo de nuevo. El matrimonio Hines, su pasado y su papel en la tragedia, la Sra. Burden, cuyo abuelo y hermanastro fueron asesinados por Sartoris, los Srs. MacEacher, padre adoptivos de Christmas…

     Como siempre en Faulkner, cada línea argumental, cada nombre, cada acontecimiento es rica fuente de significados. No es que la trama sea lo de menos, pero la apariencia de verdad, el colosal mundo que va levantando en cada novela, sólidamente unido a ese condado de Yoknapatawpha, su capacidad para manejar las elipsis, adelantarlas, atrasarlas, la suspensión del tiempo que provoca con el manejo del tiempo, sus reflexiones al hilo de cada situación o sentir…, eso es un disfrute que no se puede transmitir, que hay que gozarlo.

     Entre otras cosas, de esta extenuante, casi pringosa, Luz de agosto, queda la imagen de un blanco negro, negro blanco que siempre veía ante sí una calle sin fin, oscura donde “en ninguna parte encontraba la paz. Y la calle continuaba, con sus cambios de carácter, con sus fases, pero siempre vacía.”. Sin embargo Lena sigue camino bien acompañada, parece que más por el placer de viajar, que de buscar. Atrás, Jefferson, la cabaña donde nació su hijo y un delincuente cruelmente muerto y mutilado.

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