José y sus hermanos de Thomas Mann

Mann se interesa por la historia de José en 1924 cuando le requieren una introducción a una carpeta de dibujos sobre esta leyenda. Se documenta acerca del asunto y arranca Las historias de Jaacob en diciembre de 1926, intuyendo, desde el principio, que va a ser una larga narración. En junio de 1932 ha acabado los dos primeros títulos que se publicarán en el 33 y el 34. El 11 de febrero de 1933 emprende viaje a Amsterdam, Bruselas y París para dar una serie de conferencias sobre Wagner. Ya no volverá a Alemania: comienza su inesperado y largo exilio. José el egipcio, el tercer relato, se ve interrumpido y no es hasta agosto del 36 que le pone punto final. Suiza, Francia y, finalmente, Estados Unidos serán sus destinos en este destierro. Como José con su periplo desde Canaán a Egipto, él también se aleja de su tierra natal. Le siguen Carlota en Weimar y Las cabezas trocadas y es en el verano de 1940 -ya viviendo en el imperio estadounidense- que reemprende el último libro de la tetralogía, José el Proveedor, para teminarlo en1943, ya establecido desde el 41 en California.

Para contar esta historia, hay que retroceder, ¿hasta dónde? Hondo es el pozo del pasado. Así arranca el preludio de los cuatro libros, intitulado Descenso a los infiernos. Todo Mann está en esta novela río, claro que son cuatro libros y prácticamente dos mil páginas. El tiempo y la muerte. Morir es desde luego perder el tiempo, irse de él, pero a cambio significa ganar la eternidad y la omnipresencia, en fin, la vida verdadera. Mann, demiurgo de esta magnísima obra, ya sabía que tenía la eternidad ganada con La montaña mágica o Los Buddenbrook, pero aquí aun apuesta más fuerte, alejándose de la contemporaneidad, más segura y más próxima a su forma de vestir la realidad -de la que beben sus líneas- tanto en lo referente a las emociones, como a los caracteres -sin embargo, seguirá usándolos-. Una arquitectura profusa y precisa, una empresa babilónica donde lo bíblico se entrevera con religiones y mitos arcaicos o griegos, dioses obscenos, pero dioses a fin de cuentas, creados por los hombres, como Abraham creó a Dios para que Dios pudiera tener un pueblo. Un José errante, como el propio Mann, arrancado de su hogar un poco por su propia fatuidad, otro poco por la arbitrareidad de Jacob y un poco más por maldad -y hartura- de sus hermanos. Familias holgadas, si no burguesas, bien aposentadas, que viven, gracias al tono del autor, una existencia próxima a nuestro entender, la cual trascienden o no en función de su fe o de la convicción de tener una misión -misión de un pueblo errante con una tierra prometida que tanta sangre está derramando (esto no está en la obra de Mann). Personajes de carne y hueso que sienten un destino al que se entregan, como José, o al que se resisten, como Ruben que no quiere ser Esaú, Esaú que no quiere ser Cam, Cam condenado a ser Caín, Caín, el legendario primer homicida. Un eterno retorno, un círculo necesario que se cierra para continuar siempre. Personajes inventados, como los dos enanos -por supuesto dos enanos confrontados- que bien podrían proceder tanto de la Biblia, de uno mito o de aquí y ahora. El bien necesita del mal, como Dios necesita de Lucifer o de Abraham -depende del momento- para poder ser, la vida es un devenir que se repite, el tiempo no existe o siempre es el mismo, el espacio lo es todo y nosotros somos los creadores del tiempo… Es abundante y cautivador el jugo que le saca Thomas Mann a esta historia y sus preliminares que llegan desde antes del Edén con la voz firme de un narrador omnisciente que de vez en cuando se gira hacia el lector y se justifica. El Génesis como mito o como creación humana convertida, por momentos, en una novela de aventuras, impía y racional, filosófica, espiritual, paródica, sensual, crédula y tolerante o descreída y rotunda, atravesada por una profunda ironía, un ilustrado cinismo, pero también, una inquieta trascendencia. El caudal de conocimientos que atesoró Mann se entreteje y comunica, abordando cualquier situación desde cualquier punto de vista, sexual, moral, político…, trasladando sus propios demonios ya sea a José, a Putifar, a su incomprendida -por la historia, la leyenda- esposa, a Jacob, a Osiris, a Tammuz, a Dios… …Él era el espacio del universo, pero el universo no era Su espacio (de manera muy similar a como el narrador es el espacio de la historia que narra, pero la historia no es suya…).

Lo mejor: leerla. Sin duda, releerla. Despacio, lentamente, disfrutando, porque es un verdadero placer. Un festín literario. Y filosófico. Y mitológico…

Los Buddenbrook de Thomas Mann

Thomas Mann empezó a escribir esta novela con veintidós años, en 1897. Nos cuenta él mismo en su Relato de mi vida -que escribió con cincuenta y cinco ( murió a los ochenta)-: En casa de mi madre, en presencia de mis hermanos y amigos, leía a veces fragmentos del manuscrito. Era este un entretenimiento familiar como otro cualquiera y, si no recuerdo mal, la opinión general era que mi extensa y obstinada empresa constituía un esparcimiento privado, con pocas posibilidades de éxito en el mundo, y, en el mejor de los casos, un prolongado ejercicio de virtuosismo artístico. No sabría yo decir si mi opinión era distinta. No creo que su opinión (ni su intención) fuera esa. La terminó al cabo de dos años y medio y envió la única copia del manuscrito, asegurada, a su editor que tras serias dudas, debidas a su longitud, acabó publicándola en 1901. El éxito no fue inmediato, pero una vez que triunfó, no paró de hacerlo a pesar del precio y el grosor. Y ciento y pico años después, no me cabe duda de que no dejará de hacerlo…, si se siguen leyendo los clásicos, algo más que deseable por diversos motivos que no vienen al caso, pero son fáciles de imaginar. Se había ido curtiendo en distintos relatos cortos, algunos, como La caída y El pequeño señor Friedemann, más renombrados, pero el salto es de gigante y, desde esta gran novela, sus temas, la forma de engarzar su particular visión de la realidad, sus obsesiones, su dual y maniquea concepción de la existencia, su fina ironía no hacen sino perfeccionarse.

La novela narra la decadencia de una familia y, como siempre, Mann parte de personajes y hechos reales con los que fabula. La ciudad, si bien no es mencionada, es Lübeck, su lugar de nacimiento, sus vecinos lo tuvieron claro y, en principio, no les hizo ninguna gracia, aunque con el tiempo, la fama y el Nobel, acabaron nombrándolo «hijo predilecto». El paraíso que gustan de visitar y donde se alejan de lo cotidiano es Travemünde y este sí que es llamado por su nombre. Trata sobre un linaje de comerciantes que se ve abocado a la extinción, como ocurrió con el suyo, cuyo cabeza, el padre de Mann, a la vista de las circunstancias -el poco afecto e interés que él y su hermano mayor, el también gran escritor Heinrich Mann, tenían al oficio de comerciante- decidió liquidar el negocio a su muerte. Que parta de personas reales no les concede una unicidad real, sino que el autor toma rasgos auténticos y los diversifica, pudiendo encontrar trazos de él mismo tanto en el padre, como en los hijos, hija y nieto, así como ocurre con otros personajes. A cada uno de ellos les adjudica una característica peculiar un tanto irónica que se convierte en un leit motiv, muchas veces jocoso, siempre punzante, como la manía de abrir mucho las vocales de la institutriz Sesemi, el atildado bigote de Thomas, la imprecisa mirada de Cristian, etc.

Comienza en 1835 -momento culmen de su posición económica- con la inauguración del nuevo y fastuoso hogar. Los que serán sus pricipales protagonistas -sus extertores- son niños. Llega hasta 1876, con el bisnieto del cónsul Johan Buddenbrook, Hanno, personaje que hereda muchas de las sensaciones y vivencias de la infancia y adolescencia de Mann. Johan Buddenbrook tenía una máxima: Hijo mío, atiende con placer tus negocios durante el día, pero emprende sólo los que te permitan dormir tranquilo durante la noche y unos modos de enfocar su negocio que, a medida que pasa el tiempo, van cambiando muy substanciamente. A lo largo de 11 partes divididas, a su vez, en diferentes números de capítulos, Mann nos va presentando a los muchos personajes que componen esta familia, así como su entorno, enfrentando las opciones vitales de los hermanos tanto con respeto a sus elecciones, como frente a las nuevas concepciones que van conformando el paso de una sociedad burguesa, tradicional y escrupulosa a otra eminentemente práctica, donde se perfilan ya los trazos de un capitalismo presuntamente democrático (Mann renegó de la democracia hasta después de la Gran Guerra) y, con ello, la desaparición de una forma de abordar las relaciones sociales y económicas desde unos estándares que quedarán obsoletos. La enfermedad como una huida de la realidad en la que cae quien vive enfrentado consigo mismo. La abnegada asunción de la mujer de unos roles caducos, frente a la que toma, hasta cierto punto, las riendas de su vida. El enfrentamiento Norte-Sur (Lübeck-Munich), protestantimo-catolicismo, deber-libertinaje, poder-arte, apolíneo-dionisíaco… El conflicto interior entre opciones contrapuestas desgarra a quienes lo padecen. La pulsión homosexual, tan propia de Mann, asociada a una profunda sensibilidad que separa al individuo de la auténtica vida, frente a la aceptación de lo aceptado. En resumen un magnífico compendio de las obsesiones vitales y artísticas de este prolífico y gran escritor a través de la historia de una longeva y acaudalada familia que no puede evitar su degeneración. Como pasó con la suya.

La riqueza de esta obra temprana, tanto a nivel literario, como filosófico (un desgarrado Thomas es trasunto de la iluminación que supuso para el propio autor el desubrimiento de Schopenhauer), histórico, sociológico (también personal) abre un amplio abanico de reflexiones, con una visión aparentemente lejana, revestida de una caústica y cómica objetividad que va perdiendo el humor a medida que se acerca a su fin, pero no la mordacidad.

Magnífica.

Los Effinger de Gabriele Tergit

Los Effinger es una saga familiar que comienza en 1878 y termina en mayo de 1948. Su protagonista es la familia Effinger, pero también la familia Goldschmidt, prósperos y cosmopolitas banqueros berlineses y judíos, con la que se unen en matrimonio dos de los hijos Effinger, artesanos también judíos, solo que menos refinados, más rústicos, que con honestidad y trabajo devienen prósperos industriales.

Gabriele Tergit es el seudónimo de Elise Hirschmann -Tergit, alteración de gitter, reja o red de alambre en alemán- y tuvo otros. Su padre, judío, fue el principal socio fundador de una importante empresa confiscada por los nazis en 1933 y que, recientemente, en 2009, tras largos litigios por parte de los descendientes, han visto reconocidos sus derechos sobre lo usurpado. Nació en Berlín en 1894, como una de las protagonistas de esta saga familiar, Lotte, que, sin duda, es su alter ego y, como tantas mujeres que a consecuencia de la Gran Guerra resultaron necesarias, trabajó, estudió y llegó a ser reportera, ganándose el odio de los nazis y, sin duda, de Hitler pues cubrió el juicio que, por un delito de prensa, hubo contra él, de quien escribió : Dio un discurso ante una gran asamblea que no estaba presente, llamó a un pueblo que no estaba presente. Jadeó, echó la cabeza hacia atrás y habló sin parar. No estaba claro si Hitler se estaba haciendo el histérico o era él. Así que en 1933 tuvo que escapar, prácticamente con lo puesto, y desde entonces fue de un sitio a otro hasta acabar en Londres, donde permaneció hasta su muerte en 1982. Durante estos viajes escribió Los Effinger que publicó en 1951 y pasó desapercibida. Nadie quería urgar en la herida. Ha sido en 2019 cuando en Alemania han descubierto esta más que significativa obra a la que empiezan a considerar como un clásico y no faltan motivos.

Los Effinger es una novela larga y ágil. La voz de la autora no se oye, son sus distintos protagonistas quienes hablan y son los hechos, las transformaciones sociales, económicas y. finalmente, políticas las que condicionan a esta familia burguesa de distintas procedencias, en la que caben lo convencional y lo estrafalario, la religión, el socialismo emergente, la difícil situación de la mujer -sobre la que tanto escribió Tergit en su obra periodística-, la industria y la banca, los medios de comunicación, etc. El dinero y la buena sociedad son omnipresentes como opresivos condicionantes, aunque será el curso de los acontecimientos que desembocan en la Seguna guerra mundial lo que acabe sentenciando su destino. Setenta años de esfuerzos, encuentros y desencuentros, cambios de estatus e ideológicos que se reflejan en sus distintos actores. Inevitable pensar en Los Buddenbrooks y no cabe duda de que lo tiene presente (Mann es citado en un par de ocasiones), pero tampoco cabe duda de que su estilo literario es otro. Capítulos, en general cortos, con disquisiciones, pero sin esa mirada lejana e irónica, con un estilo más próximo al reportaje que fue en lo que se formó y un ámbito más amplio y menos incisivo, también en un entorno acomodado, burgués, decadente y, dadas las circunstancias, más desgarrador, en el que el papel de la mujer se situa, claro, en un momento diferente, más combativo y más explícito. … Y entonces os presentan en sociedad como adornos de la existencia. Y vuestra vida intelectual se queda a ese nivel que caracteriza los suplementos femeninos de nuestros periódicos (…) Aquí empieza la obligación contra el propio yo, contra la propia evolución como ser humano.

Léanla, es magnífica. Y, si no lo han hecho ya, lean Los Buddenbrooks, donde yo estoy recayendo por tercera vez y nunca decepciona.

El castillo de Franz Kafka

Kafka comenzó a escribir El castillo en febrero del 1922, algo más de dos años antes de morir, y empezó a redactarlo en primera persona, pero en el capítulo tercero cambió el “yo” por K. Otra vez K. Entra de nuevo en un periodo prolífico de su literatura tras concertar una ruptura de relaciones -sobre todo por correspondencia- con Milena. Su salud va empeorando, en junio del 22 consigue la jubilación anticipada y va alternando estancias en un hospital para tuberculosos, la casa de su querida hermana pequeña, Praga… Coherente con su vida y su literatura -cómplices entre sí-, previendo acabar el libro -cosa que no hizo- con el agotamiento del protagonista, él mismo se agotó primero y murió en 1924, un mes antes de cumplir 41, quedando el final de El castillo en una frase en suspenso…

     K llega de noche a un pueblo, desde un puente mira hacia arriba, hacia donde debería estar el castillo, y observa el aparente vacío de allí en lo alto. Le permiten dormir, sin mucho entusiasmo, en medio de una taberna y, como el anterior K, ve su sueño interrumpido. Samsa se despertaba en un cuerpo que le era ajeno y se preocupaba, sobre todo, de cumplir en su trabajo, al K de El proceso lo despertaban para detenerlo y se inquietaba por el cumplimiento de su trabajo en el banco, K es despertado bruscamente mientras reposa su agotamiento en la primera posada que encuentra, la Posada del Puente, para incorporarse a su nuevo trabajo de agrimensor, persona que se dedica al arte de medir tierras, mas no son tierras las que va a calibrar K. Quizá este nuevo empleo de K responda al deseo expresado por Kafka en su Carta al padre de buscar un suelo firme bajo los pies, y el afán del protagonista, a lo largo de la novela, de integrarse en la comunidad aledaña al castillo, sea -entre otras muchas cosas, Kafka tiene mucha, mucha miga- trasunto de las dificultades que sintió a lo largo de su vida para integrarse en algún círculo, extranjero como siempre se sintió respecto a su familia, el colegio, la comunidad judía, la patria, etc. A él, como a K, le … atraía irresistiblemente buscar nuevas relaciones, pero cada nueva relación intensificaba su cansancio, cansancio que crece a lo largo de la novela y de la vida de Kafka, según su correspondencia.

     Nos introduce dentro de un paisaje antiguo, a pesar de que el castillo, al que desde el principio K no puede acceder, no presenta un aspecto digno de tal nombre, con un exterior agresivo e invadido por la nieve -si bien curiosamente, en lo alto, en la fortaleza, hay mucha menos nieve que en el pueblo-, los interiores de las casas del poblado son angostos, oscuros, caprichosos, sus moradores responden a distintas tipologías, siendo los aldeanos pequeños, de cráneos achatados; los sirvientes igualmente burdos, pero de mejillas redondas y comportamiento hipócrita -digno en el castillo, francamente vulgar en la aldea-; su mensajero y sus ayudantes -las gentes que tienen trato directo con los funcionarios del castillo, pues que este está repleto de funcionarios, secretarios, ayudantes…- esbeltos, ágiles, gentiles; y los funcionarios, versátiles, escurridizos, indefinibles. Entre ellos destaca Klamm, de quien a través de múltiples personajes interpuestos, depende K. Por otro lado están las mujeres. Frieda. En alemán Frieden significa “paz, calma, tranquilidad”. De la misma manera que Felice estaba presente en El proceso, así Milena transita por El castillo y, como Milena, Frieda … era la mujer enamorada. Para ella, el amor era lo único verdaderamente grande. (En contrapartida Klamm, su amante, tiene claras reminiscencias del marido de Milena, Ernst Pollak, desde el nombre -Klamm significa “agarrotado” y Ernst “serio”- hasta el tipo de relación de dependencia de la pareja). Frieda … deja al águila, para unirse a la culebra ciega, siendo la culebra K que capítulo a capítulo va perdiendo terreno y reconfigurando sus expectativas, mientras que Frieda, según Camus –El mito de Sísifo-, acaba prefiriendo lo cotidiano frente a la angustia vital que representa K. Olga y Amalia, ambas pertenecientes a una familia excluida de la comunidad, como los judíos, con un padre cansado que no reacciona y se aferra a sus diplomas, a las apariencias y una madre agotada -inevitable ver aquí ecos de los propios padres de K-. Olga busca la manera de salvarse y salvarlos desde una moral distraída aunque adecuada a las relaciones castillo-aldea, pero Amalia, que rechaza sacrificarse por todos ellos y que transmite un fuerte deseo de soledad -como Kafka, quien también rechazaba someterse a los designios parentales y sociales: el matrimonio- es contemplada con desconfianza por K en su lucha por insertarse entre la plebe para poder alcanzar el castillo. Según Brod, albacea literario de Kafka, el castillo simbolizaba la gracia. A partir de esto, Amalia rechazaría la gracia y Olga actuaría correctamente, sin embargo, es igualmente repudiada. Las esposas de los dueños de las posadas son poderosas y controlan algo más que las tabernas y a sus cónyuges, ejerciendo de intermediarias entre señores y siervos. Y Pepi, la joven camarera con su ridículo vestido lleno de cintas ante quien K … tuvo que taparse los ojos un momento, porque la estaba mirando con concupiscencia, recuerda a Julie Wohryzek, la hija de un sacristanucho de sinagoga, sobre quien el padre de Kafka le dijo, según la Carta al padre: … Seguro que se ha puesto una blusa bien bonita, como hacen todas las judías de Praga y tú, claro, a la primera de cambio has decidido casarte con ella. […] Como si no hubiera otras probabilidades. Si te da miedo te acompaño yo. Kafka, personal y universal.

      K mira hacia lo alto, pero arriba podría estar Yavhé, la gracia, la clase dirigente, el imperio autrohúngaro, el gran inquisidor… o nadie. La cadena de montaje con los funcionarios del primer plano que cierran el acceso a los que están por encima, que a su vez pueden tener otros por encima y así ad infinitum hasta llegar el nominado Conde de quien solo sabemos al comienzo, asistidos todos ellos por secretarios, subsecretarios y mensajeros, la cadena mantiene un engranaje de solicitudes, respuestas, cartas, apremios, sentencias, etc. en un marco singular de espacio y tiempo -citas nocturnas en cubículos de la Posada de los Señores, días a la espera en las primeras estancias de la fortaleza a la que se puede acceder dependiendo del día o de la temporada por una vía u otra-, dentro de una administración que no puede equivocarse, donde cada cual es competente en lo que es competente y no puede ni debe inmiscuirse allí donde el asunto no sea de su incumbencia, aunque considere la posibilidad de que un administrado […] sorprenda en mitad de la noche a un secretario que tenga cierta competencia para el caso de que se trate. […] ¿Cree que no puede ocurrir? Tiene razón, no puede ocurrir. Pero una noche -¿quién puede responder de todo?- ocurre sin embargo. Es verdad que no tengo entre mis conocidos a nadie a quien le haya ocurrido; sin embargo eso no prueba nada… Como el abogado de El proceso, el funcionario Bürgel (Bürger: «ciudadano», Burg: «castillo», Bügel: «percha, estribo») se explaya en la descripción de procedimientos ilógicos -aunque más reales de lo que quisiéramos creer- e insta a K a perseverar en su empeño mientras K, agotado, se adormece, sueña y se equivoca, siempre se equivoca.

     Kafka y su obra son un continuum por partida doble. Probablemente una obra no existiría sin la anterior -no, no creo que todos los escritoras, sean así, algunos, sí, los y las excepcionales-, y, gracias a sus diarios y correspondencia, podemos acceder a su proceso de creación de esa fortaleza en la quería y no quería encerrarse para dedicarse a la literatura. Cada obra da un paso más y recoge lo anterior. Entre La transformación, El proceso y El castillo, hay cuentos excepcionales, igualmente simbólicos y absolutos. La condena –fundamental para llegar a La transformación- , En la colonia penitenciario -escrita entre medias de El proceso, como sí, no pudiendo ejecutar a K como aquí se hace, necesitara desplegar el tecnológico castigo que en plena Guerra Mundial preconiza tanto-, Blumfeld, un soltero de cierta edad… -delicia del humor sarcástico-, etc., etc. Me voy a dar un descanso, aún me faltan El desaparecido y algunos cuentos. Sí aman la literatura, Kafka es imprescindible. No dejen de leerlo.

El proceso de Franz Kafka

Escribía Kafka a Felice: La verdad interna de un relato no se deja determinar nunca, sino que debe ser aceptada o negada una y otra vez, por cada uno de los lectores u oyentes -y dice oyentes porque le gustaba leer en voz alta sus escritos a los demás-. Nada mejor concebido con respecto a sus obras, piezas maestras de la amplitud de significados, manantial de interpretaciones y fuente de inagotable literatura.

Felice Bauer, la que fuera prometida oficial de Kafka contando con el beneplácito del padre del escritor, cinco años antes de morir y cuarenta y ocho después de la muerte de Kafka, vendió las cartas a ella escritas por el autor checo. Se conocieron en 1912 en casa de Max Brod -a quien tanto debemos por salvar la obra a él encomendada para su quema por Kafka- y, dos días después de dirigirle Kafka su primera misiva, escribió de un tirón y en una noche La condena. Esta, junto a La transformación y El fogonero -que, posteriormente pasaría a ser el primer capítulo de la novela El desaparecido, también conocida como América-, Kafka quería que su editor las publicase bajo el significativo y unificador título de Los hijos -sobre estas tres y su progresión también habría otro tanto que comentar, como con toda la obra de Kafka, individualmente, en conjunto o en la relación de unas con otras-. 1912 constituye el primer periodo de gran producción kafkiano. Al año siguiente, a medida que su relación con Felice iba avanzando, su obra se estancaba. El 3 de julio de 1913, fecha en la que cumple 30 años, con vistas a su posible compromiso, le comunica a Felice que, a instancias de sus padres, no satisfechos con haberla investigado a ella, ha autorizado solicitar informes también acerca de su familia. Algo impropio de lo que posteriormente se retracta. A Joseph K, el día de su 30 cumpleaños, lo detienen dos agentes a la vista de subalternos de su trabajo, vecinos que van aumentando de número y que observan desde las ventanas, los interrogatorios se llevan adelante en el cuarto de una señorita, Fraülein Burstner -burstner: follar-, en medio de los artículos personales de esta muchacha y de una camisa blanca colgada de una percha. En la pedida oficial de la mano de Felice se reúnen ambas familias y algunos amigos y amigas -Grete Bloch, ambigua mediadora y confidente de ambos novios-. A la luz de la exhaustiva obra de Elias Canetti El otro proceso a Kafka, he aquí el germen de El proceso. Tanto Kafka en su pedida, por lo que se lee en sus diarios y cartas, como K en su detención no se sienten aludidos y sí ajenos. Kafka y Felice rompen el 12 de julio de 1914, unos días después de cumplir Kafka 31 años, en una ceremonia a la que Kafka denominará desde entonces “el tribunal” -según algunos traductores, según otros, “el juicio”- en la que guarda silencio y acepta la humillación. Joseph K se encamina al final de su proceso el día de su 31 cumpleaños y se siente como un perro al que la vergüenza debiera sobrevivirlo. Sobre que parte del germen de El proceso esté ahí, caben pocas dudas, ahora bien, sobre que El proceso es mucho más, tampoco.

     Kafka en este tiempo se había reconocido en el concepto de la angustia Kierkegaard, en agosto de 1914 apenas hace un mes que la Primera Guerra Mundial ha irrumpido en su vida y en la de todos, como consecuencia por fin ha abandonado su habitación en la casa paterna -más por imperativo familiar que por decisión propia-, en su estrenada soledad comienza a describir los sueños de su vida interior y en ese mismo mes de agosto empieza a escribir la novela que nos ocupa. Como en La transformación, todo arranca en su cuarto, en el de Josef K, solo que aquí es la realidad bajo la forma de dos guardias la que invade su habitación de una forma absurda y lo hace para detenerlo, si bien Nuestras autoridades no buscan la culpa entre la población sino que, como dice la ley, es la culpa la que las atrae. Él come una manzana que le resulta deliciosa, probablemente la última comida que disfrute, manzana muy lejana, pero igualmente simbólica, a la que cae sobre Gregorio Samsa. Y como Samsa, él también tiene que ir a trabajar, su trabajo es muy importante, trabaja en la Banca. Hay una breve descripción de su vida cotidiana hasta el momento y el encuentro con dos mujeres de muy diferente signo. Las mujeres en la obra de Kafka: o lo distraen de sus causas y son de moral cuestionable o, como su casera, resultan irritantes y no entienden nada, aunque sean eficientes. A partir de ahí, tiene lugar realmente el proceso. El tribunal, cuyas dimensiones físicas no lo contienen, lo conforman cubículos, ropa tendida, humedad, aire viciado, sombras y ardores que envuelven recurrentemente a K cada vez que lo busca o, sencillamente, lo encuentra. La culpa que lo persigue y crece sin saber cuál es mientras la va asumiendo. Flageladores, ujieres, mujeres provocativamente serviciales, abogados que nunca redactan la primera solicitud, jueces vanidosos, retratistas mayestáticos que pintan a la Justicia y a diosa de la Victoria fundidas –No es una buena combinación, la Justicia tiene que reposar; si no se moverá la balanza…-, acusados serviles o arteros… Un tribunal compuesto por la mayoría que culmina en el capítulo penúltimo En la catedral. Este contiene el relato Ante la ley -publicado y leído aparte por Kafka-. La riqueza de esta obra es incontenible y, aquí, se engrandece porque, como dice el sacerdote -no podía faltar-, La exacta comprensión de una cosa y su mala interpretación no se excluyen. ¿Entiende K el proceso? ¿Cuántas interpretaciones hay? Habla de la Ley, de las costumbres establecidas, de la pena –para el sospechoso el movimiento es mejor que el reposo, porque quien reposa, sin saberlo, puede estar en una balanza y ser pesado con sus pecados-, del engaño, de la necesidad del engaño, de la libertad –con frecuencia es mejor estar encadenado que libre-, de las propias elecciones, de Felice, del Talmud –Ante la ley no deja de ser una parábola y el capítulo, quizá incluso el libro, su exégesis-, de las funciones que se reparten en esta sociedad, de la pulsión de muerte, de la culpa como motor. Habla incluso del lector y lo que está leyendo. Y aquí, en la catedral, tras hablar con el sacerdote, ya no hay penumbra, sino total oscuridad. Aún queda un capítulo. Y otros descartados -a fin de cuentas Kafka la dejó, si no inconclusa, sí sin ordenar y  los fragmentos que restan, los estudiosos y Max Brod, los dejaron de lado, aunque figuren en esta estupenda edición de Galaxia Gutenberg-.

     Quedan muchas cosas en el tintero. Cada capítulo es embrión de numerosas reflexiones. Las consideraciones de su abogado -no hay que olvidar que Kafka estudió Derecho y pensaba que: En esos años me alimentaba intelectualmente de auténtico serrín que, además, miles de mandíbulas habían masticado previamente. Además, trabajaba en seguros -muy a su pesar, ciertamente, mas con el objetivo de ganarse la vida y tener tiempo para escribir, tiempo que un matrimonio le robaría- y era tremendamente concienzudo en su trabajo. Asimismo leía a Freud y más que una interpretación de los sueños, hace una transposición de la realidad a una sinrazón, no tanto trágica, que sí -el final es magnífico- como descabellada, pero substancialmente acertada. Levanta la estructura de una existencia cautiva, sustentada por la culpa y la humillación. Léanla. Y si ya lo hicieron, reléanla. Es una fuente inagotable.

La metamorfosis de Franz Kafka

Vaya por delante que no sé alemán. La metamorfosis o La transformación. Ya el título provoca traducciones dispares, qué no será de la interpretación de la obra. Por un lado hay quienes defienden metamorfosis, entre otras cosas, porque el término elegido por Kafka fue Verwandlung y con tal término se habían traducido Las metamorfosis de Ovidio hasta el siglo XIX, además Goethe lo empleaba en sus textos literarios, mientras que, en los científicos, utilizaba Metamorphosen. Enlazando con Ovidio se apoyan quienes subscriben La transformación, porque -entiendo que a partir del XIX- sus Metamorfosis se tradujeron como Die Metamorphosen y el lenguaje de Kafka, siendo, como era, efectivo, austero, consuetudinario, eligió, no obstante, Die Verwandlung, mucho más próximo al común de los mortales y sobre todo en Praga donde convivían el checo y un idioma alemán alejado de Alemania y por lo tanto, menos actualizado y, a excepción de Kafka, más rimbombante en los autores de esta lengua, por eso de marcar la diferencia y la preeminencia. Además, según comienza la obra, en las primeras líneas, Gregorio Samsa se transforma –verwandelt-, no se metamorfosea.

     Cinco años antes de escribir La metamorfosis, en Preparativos de boda en el campo -obra que escribió antes de empezar a trabajar-, Kafka concibe un sujeto escindido que envía su cuerpo vestido fuera, a hacer vida social o a tropezarse, a caerse, mientras su yo permanece en cama con la forma de un gran escarabajo, simulando un sueño invernal y apretando sus patitas contra su cuerpo abultado… En 1912 este insecto tiene un nombre, Gregorio Samsa, una familia, un trabajo, un jefe, una amante… y queda encerrado en su cuarto: El solitario punto central del círculo solitario, frase de Kleist, autor de referencia para Kafka.

     El acercarme a esta obra que absorbí con estupor en mi adolescencia no ha sido otro que la diferente opinión sobre su relectura de un par de contertulios adictos a la lectura. Para mí fue la primera novela -devorada a hurtadillas durante las supuestas horas de estudio en el colegio- que me abrió un mundo literario diferente y me condujo a Sartre, Camus y, cómo no, Beckett. Y su segunda lectura ha sido, si cabe -no podría asegurarlo ¿quién recuerda con certeza?- mejor, por lo menos tan absorbente, sin duda menos atolondrada. El ritmo, con su lenguaje preciso, casi desnudo, es -y me ha sorprendido: realmente solo me acordaba de que Gregorio Samsa se había convertido en una cucaracha-, el ritmo es trepidante y el humor, presente y no necesariamente negro (eso sí que no lo recordaba en absoluto ¡ah, la la adolescencia a tientas!).

     Samsa nos dice ser un viajante que trabaja muy a su pesar, pendiente siempre del reloj, sometido a la jerarquía laboral y a unas relaciones fugaces y, sobre todo y en primera instancia, a la familia que es donde comienza la cadena y la condena. El poder nace al mismo tiempo que el individuo y es en el hogar donde primero se siente el engranaje de su superestructura. En el arranque, ya por todos conocido, es la mente de Samsa que, sin cuestionar sus nuevas circunstancias -el hábito de aceptar y adecuarse es el motor cotidiano- intenta hacerse entender por los demás. Kafka nos describe con minuciosidad la casa -al punto de que Nabokov hiciera varios croquis sobre ella-, los objetos, el tiempo atmosférico -siempre oscuro, excepto al final, cuando ya no hay alimaña-. Apenas hace retrocesos en el tiempo, algunas alusiones al comienzo cuando Samsa nos pone al tanto del punto de partida con respecto a sus obligaciones, que eran su vida. Tres partes. I. El descubrimiento del hijo como un bicho raro, asqueroso, y la primera herida. II. La convivencia con el monstruo: una nueva rutina que va evolucionando. La figura finalmente emergente del padre que tanta presión ejerció sobre Samsa. La segunda herida -esta escena es magnífica, con las manzanas al vuelo y un fino, agridulce sentido del humor-. III. El abandono y con él, la sociedad que entra en la casa y el oprobio no se puede mantener. La manzana podrida ¡qué imagen! en la herida mortal. La progresión en los tres capítulos es trepidante, el desarrollo es perfecto, en el aparente absurdo existencial de la familia cada miembro ejerce su papel y, de vez en cuando, una pregunta parece cruzar sus mentes, pero ese animal repugnante, incomprensible e idiota, no encaja en la pequeña colectividad. La soledad de Samsa crece hasta el límite  a medida que su cuerpo se reduce y su espacio vital se llena de escollos.

      Imprescindible -para quienes lean literatura, claro-.

    La edición del 30 aniversario de Alianza es exquisita -no así la traducción, por cierto anónima, y esto se nota más si lees a Kafka en la excelente versión editada, y creo que agotada, de Galaxia Gutemberg-. Se complementa con La carta al padre, que alumbra muchos aspectos de La transformación, de la obra de Kafka y del propio Kafka -hay quienes dicen que solo es literatura, por eso la salvó Max Brod, el amigo encargado de quemar su obra-, continúa felizmente con un irónico relato de Nadine Gordimer Carta del padre y se cierra con un interesantísimo álbum ilustrado que sigue la vida y las obras de Franz Kafka.

El alumno Gerber de Friedrich Torberg

El alumno Gerber

 

Doce capítulos apropiadamente encabezados con un título esclarecedor. Gerber y el resto de sus compañeros vuelven al instituto para cursar su último curso superado el cual serán bachilleres y podrán optar a un buen trabajo y/o ser funcionarios. Pero desde el primer día todo toma un mal cariz. Friedrich Torberg tuvo que repetir el último curso. Al año siguiente, en 1929, varios artículos hablaron del suicidio de diez estudiantes en una sola semana. Esta novela vio la luz en 1930, dos años después de la obtención del codiciado título por el autor que tenía 22 años en el momento de su publicación. Mucho de Gerber ha de estar en él.

      Si al comienzo seguimos la mirada del alumno, una vez conocida la noticia, el autor pasa a descubrirnos al artífice de tanto desasosiego entre los y las estudiantes de octavo: el profesor de matemáticas conocido como el dios Kupfer. Escogía a sus víctimas como un gourmet selecciona la carne de venado más sabrosa, se reservaba las partes más jugosas y el deleite que le producía cortarlas en pedacitos era tal que bastaba para saciarlo. Pertenece a ese tipo de personas, funestas en cualquier ámbito, pero especialmente dañinas en la enseñanza, que se hacen fuertes en su trabajo e, incapaces, ya no brillar, ni siquiera de llamar la atención fuera de él, despliegan todas sus armas -a eso no se le pueden llamar habilidades- en demostrar su ansiada superioridad y omnipotencia que solo dura, en este caso, lo que dura el curso -diez meses ni más ni menos en tan vulnerable edad, una eternidad-. Él era ejercido por su profesión. Y lo hacen sobre quienes de ellos dependen, llámeselos alumnos o alumnas, empleados o empleadas, usuarios o usuarias, esposas, etc. Sabía que, mientras estuviera fuera de la esfera de influencia del instituto, no podría imponer nada a nadie.

      Si bien Torberg nos dice de la madurez de Gerber, no deja de ser un joven con todos los frentes abiertos: esperanzas y dependencias familiares, amores inestables, personalidad en formación… No cabe duda de que el autor aún lo tiene fresco y nos despliega una mirada amplia y rica sobre los conflictos que ha de resolver un adolescente en ese ecuador preestablecido que se supone separa la juventud del arranque de la edad adulta. Así nos conduce por los distintas vicisitudes que ha de afrontar el joven Gerder a manos del dios, pero también de su amada Lisa -a quien ama sobre todo porque, a diferencia de él, que se situaba por encima de cualquier situación, ella las recibía de frente-, el peso la imagen que quiere representar entre sus compañeros y la que cree que representa, sus obligaciones para con el padre, sus propios deseos o la ausencia de ellos… hasta llegar a una tensión final en la que los distintos vericuetos que su ardiente mente recorre se superponen en un relato subjetivo que a la postre, quien sobrevive a él, tal vez intente olvidarlo -si lo consigue o no es otra historia-, tal vez no, tal vez relatarlo.

      Un libro interesante y sincero que todavía es recomendado como lectura en algunos cursos de pedagogía alemanes y austríacos. Muchos elementos -entre ellos la capacidad y las motivaciones de los evaluadores- son, cuando menos, discutibles.