José y sus hermanos de Thomas Mann

Mann se interesa por la historia de José en 1924 cuando le requieren una introducción a una carpeta de dibujos sobre esta leyenda. Se documenta acerca del asunto y arranca Las historias de Jaacob en diciembre de 1926, intuyendo, desde el principio, que va a ser una larga narración. En junio de 1932 ha acabado los dos primeros títulos que se publicarán en el 33 y el 34. El 11 de febrero de 1933 emprende viaje a Amsterdam, Bruselas y París para dar una serie de conferencias sobre Wagner. Ya no volverá a Alemania: comienza su inesperado y largo exilio. José el egipcio, el tercer relato, se ve interrumpido y no es hasta agosto del 36 que le pone punto final. Suiza, Francia y, finalmente, Estados Unidos serán sus destinos en este destierro. Como José con su periplo desde Canaán a Egipto, él también se aleja de su tierra natal. Le siguen Carlota en Weimar y Las cabezas trocadas y es en el verano de 1940 -ya viviendo en el imperio estadounidense- que reemprende el último libro de la tetralogía, José el Proveedor, para teminarlo en1943, ya establecido desde el 41 en California.

Para contar esta historia, hay que retroceder, ¿hasta dónde? Hondo es el pozo del pasado. Así arranca el preludio de los cuatro libros, intitulado Descenso a los infiernos. Todo Mann está en esta novela río, claro que son cuatro libros y prácticamente dos mil páginas. El tiempo y la muerte. Morir es desde luego perder el tiempo, irse de él, pero a cambio significa ganar la eternidad y la omnipresencia, en fin, la vida verdadera. Mann, demiurgo de esta magnísima obra, ya sabía que tenía la eternidad ganada con La montaña mágica o Los Buddenbrook, pero aquí aun apuesta más fuerte, alejándose de la contemporaneidad, más segura y más próxima a su forma de vestir la realidad -de la que beben sus líneas- tanto en lo referente a las emociones, como a los caracteres -sin embargo, seguirá usándolos-. Una arquitectura profusa y precisa, una empresa babilónica donde lo bíblico se entrevera con religiones y mitos arcaicos o griegos, dioses obscenos, pero dioses a fin de cuentas, creados por los hombres, como Abraham creó a Dios para que Dios pudiera tener un pueblo. Un José errante, como el propio Mann, arrancado de su hogar un poco por su propia fatuidad, otro poco por la arbitrareidad de Jacob y un poco más por maldad -y hartura- de sus hermanos. Familias holgadas, si no burguesas, bien aposentadas, que viven, gracias al tono del autor, una existencia próxima a nuestro entender, la cual trascienden o no en función de su fe o de la convicción de tener una misión -misión de un pueblo errante con una tierra prometida que tanta sangre está derramando (esto no está en la obra de Mann). Personajes de carne y hueso que sienten un destino al que se entregan, como José, o al que se resisten, como Ruben que no quiere ser Esaú, Esaú que no quiere ser Cam, Cam condenado a ser Caín, Caín, el legendario primer homicida. Un eterno retorno, un círculo necesario que se cierra para continuar siempre. Personajes inventados, como los dos enanos -por supuesto dos enanos confrontados- que bien podrían proceder tanto de la Biblia, de uno mito o de aquí y ahora. El bien necesita del mal, como Dios necesita de Lucifer o de Abraham -depende del momento- para poder ser, la vida es un devenir que se repite, el tiempo no existe o siempre es el mismo, el espacio lo es todo y nosotros somos los creadores del tiempo… Es abundante y cautivador el jugo que le saca Thomas Mann a esta historia y sus preliminares que llegan desde antes del Edén con la voz firme de un narrador omnisciente que de vez en cuando se gira hacia el lector y se justifica. El Génesis como mito o como creación humana convertida, por momentos, en una novela de aventuras, impía y racional, filosófica, espiritual, paródica, sensual, crédula y tolerante o descreída y rotunda, atravesada por una profunda ironía, un ilustrado cinismo, pero también, una inquieta trascendencia. El caudal de conocimientos que atesoró Mann se entreteje y comunica, abordando cualquier situación desde cualquier punto de vista, sexual, moral, político…, trasladando sus propios demonios ya sea a José, a Putifar, a su incomprendida -por la historia, la leyenda- esposa, a Jacob, a Osiris, a Tammuz, a Dios… …Él era el espacio del universo, pero el universo no era Su espacio (de manera muy similar a como el narrador es el espacio de la historia que narra, pero la historia no es suya…).

Lo mejor: leerla. Sin duda, releerla. Despacio, lentamente, disfrutando, porque es un verdadero placer. Un festín literario. Y filosófico. Y mitológico…

Los siete locos. Los lanzallamas. De Roberto Arlt.

 

No se llevaban ni un año Arlt y Borges. A Borges se le sitúa en el grupo de escritores argentinos de Florida,  Arlt era del de Boedo, los de origen más humilde, los de izquierda, mayoritariamente socialistas. Él, en una entrevista, los define por su interés … por el sufrimiento humano, su desprecio por el arte de quincalla, la honradez con que han realizado lo que estaba al alcance de su mano… En su proverbial modestia, comparable a la de su coetáneo, se postula como el mejor escritor vivo y considera su obra en función de sí mismo, con un alto grado de cinismo -aledaño, sino concomitante, con el escepticismo-: Como uno no puede hacer de su vida un laboratorio de ensayos por la falta de tiempo, dinero y cultura, desdoblo de mis deseos personajes imaginarios que trato de novelar.

      Tras El juguete rabioso, de base claramente autobiográfica, Arlt, ya trabajador de un periódico, publica Los siete locos, novela a la que pone punto final, no sin anunciar desde las propias páginas de la obra, que la historia continúa, como así hace en Los lanzallamas. Todos los demonios de Arlt se despliegan en ambas narraciones, también muchos de sus oficios pues, tras una infancia conflictiva marcada por un padre maltratador -reflejada en el atormentado personaje central, Erdosain-, abandonó pronto el hogar y fue pintor de brocha gorda, hojalatero, peón, redactor, inventor…, solo que en vez de intentar inventar una rosa metalizada como su protagonista, él patentó una medias reforzadas con caucho. Una auténtica carcajada arltiana. Los siete locos termina de escribirse en 1929. Los lanzallamas en 1931. Entremedias, un golpe de Estado en Argentina, algo que se respira como inminente, fatalmente necesario, a lo largo de la primera novela.

     No tuvo Arlt una educación al uso, más bien se formó a sí mismo, de manera deslabazada, pero constante, y así es su obra, y de ahí proviene el desprecio que destila hacia aquellos que le recriminan su particular uso de la gramática, su lenguaje, propio e intransferible que no duda en inventar una palabra cuando la necesita -eso sí, el significado se deduce al leerla-. Su visión valleinclanesca, su desgarro dostoievskiano, la constante angustia existencial que acompaña a Erdosain, claro trasunto del autor, y a otros de los locos que transitan por sus líneas, su afán enumerativa propio de Huymans -aunque en las antípodas-, todo ello y más, hacen sin duda de la obra de Roberto Arlt, una obra singular, profusa, irregular a veces, por momentos, genial. Si a esto añadimos su gusto por las personas que pueblan lo que damos en llamar los “bajos fondos”, tenemos el marco en el que se desarrollan ambas novelas que muy bien podrían ser una sola.

      ¿Quiénes van a hacer la revolución social, sino los estafadores, los desdichados, los asesinos, los fraudulentos, toda la canalla que sufre abajo sin esperanza alguna? ¿O te crees que la revolución la van a hacer los cagatintas y los tenderos? Con este pretexto, cambiar el mundo a través de una revolución, transcurren Los siete locos y Los lanzallamas, hacer la revolución por una vida de humillación, por cubrir un robo, por un matrimonio desgraciado, por un invento absurdo; o por autoafirmarse como ser humano; o por curiosidad …Me sube la curiosidad del asesinato, curiosidad que debe ser mi última tristeza, la tristeza de la curiosidad. O por venganza o… porque un cambio radical es necesario. Una galería de personajes extremos, una organización que se financiará con un robo y prostíbulos, muchos prostíbulos -proporcionados por El rufián melancólico-. Cambiar el mundo diseñando un nuevo dios tan mentiroso como los demás, un nuevo lider, una nueva fe. Aquel que encuentre la mentira que necesita el corazón de la multitud, será el Rey del Mundo. El Erdosaín inventor, pergeñará una forma de gasear a la escoria humana -nada extraño: recién la Gran Guerra demostró que era factible-. Una trama que apunta un cambio cambio radical y violento.

     Mención aparte merece el tratamiento de las mujeres, siendo la esposa del protagonista el reflejo de la atormentada relación del autor con su mujer. Aparecen como figuras prosaicas, atentas únicamente a la manutención, la economía, pendientes y dependientes de la figura masculina que ha de facilitarles el futuro. No obstante Hipólita, en su demencial trayectoria -no menos demencial que la del resto-, busca por sí misma, pero, o además -el conector es discutible- se salva, si salvación hubiere, junto al eunuco.  Todo, todos y todas en esta obra -que son dos- es extenso, es prolijo, abrumador casi -en contenido, en significados, en resonancias-. No vale para todo tipo de lector o de lectora. Puede resultar irritante, onerosa o genial, desmesurada. Esperpento, profundo drama tragicómico, panoplia de personajes patológicamente enfermos cuyo pasado conforma su papel, definidos y presentados en irónicas o falsarias perífrasis disparatadamente plausibles –El hombre que vio a la partera, El buscador de oro, Hipólita la Coja-.  Una atisbo de lo que puede ser leer Los siete locos y Los lanzallamas se intuye en la frase de Erdosain que perfectamente puede encajarle a Roberto Arlt: … de mi honradez criminal depende todo.

      En cuanto a la edición -crítica-, bien podría decirse que es absolutamente exhaustiva. Incluso en exceso pues, en su afán de fidelidad al estilo de autor, por un lado perpetúa incluso lo que son claras erratas, por otro, durante gran parte de las dos novelas -en algún momento se cansaron-, insiste en indicar en la parte inferior que Vd. corresponde a usted. Sin embargo la cantidad de información, de artículos es muy abundante y los, creo recordar que son tres, textos de Arlt justifican su elección -bueno, justificaron: está agotada-.

Desoriental de Négar Djavadi

En Desoriental, una mujer, Kimia -de Alquimia, cuyo significado no es baladí-, reconstruye su historia familiar remontándose a los tiempos de su bisabuelo paterno, hacia finales del XIX, hasta llegar a la actualidad. Al igual que Négar Djavadi, ha nacido en Irán, pero ha tenido que crecer en Francia desde los 10 años a causa del necesario exilio de sus padres. Négar Djavadi publicó esta novela con éxito en 2016. El título ya dice mucho con el juego semántico que el prefijo privativo aporta, ausencia, carencia o renuncia a Oriente, pero si jugamos también con el sufijo, anticipa la desorientación de quien de repente, en medio de un café de París, mira a su alrededor y se dice : Soy la nieta de un mujer nacida en un harem. Y ese «desorienta» ronda también entorno a la orientación sexual. Sin embargo no hay ni rastro de desorientación en el pulso narrativo de esta escritora que, ligando secretos, leyendas, intrigas y dramas familiares, recrea un contexto político y social, claramente coprotagonista y motor de la peripecia vital expuesta, cuestionada y, al tiempo, atesorada. En este collage, aparentemente deshilvanados fragmentos persas de resonancias míticas y vívidas instantáneas occidentales se entrecruzan, dos mundos donde Kimia no se reconoce, aunque se podría concluir, igualmente, lo contrario, que aprehende las esencias y se libra de prejuicios. A una explicación racional se le puede sobreponer, sin necesidad de elección, una interpretación extraordinaria, insólita y coherente.

Esa tendencia a chismorrear sin parar, a lanzar frases al aire como lazos al encuentro del otro, a contar historias que cual matrioskas se abren a otras historias es, sin duda, una manera de acomodarse a un destino que sólo ha conocido invasiones y totalitarismo*. Dentro de esta frase referida a sus antiguos compatriotas, se encuentra parte del sortilegio de Négar Djavadi cuando recoge el testimonio de esta joven de nombre claramente extranjero que aguarda sola en una sala de espera francesa. Desde allí, la memoria retrocede hacia lo que podría ser el principio y para ello toma prestada la voz de su tío número 2 que se remonta a un tiempo de resonancias míticas sabiamente punteadas de ironía, pero esa voz también se desarrolla ligada a la niña que Kimia fue entonces y la mujer que es. No es el relato emprendido por la protagonista charla banal, sino necesidad de hacerse entender. … algunos me pondrían frente al paredón si supiesen, me escupirían a la cara, me tirarían a la calle. Nadie se tomaría la molestia de comprender, de preguntar, de mirarme a mí también como a una incongruente suma de circunstancias, de fatalidad, de herencias, de desgracias y de dramas. Por eso escribo.*** Unas historias abren a otras que se resolverán -o no-, incógnitas que se despiertan en el pasado anterior, en el reciente o en el presente. Entre tantos relatos, la trama se va urdiendo con la tradición representada por el abuelo paterno y recogida, a su manera, por el tío segundo, personaje que se articulará con Kimia no sólo recogiendo el pasado para los demás, sino que representarán la cara y y la cruz de la sexualidad silenciada. Se urde también con el odio del padre a esa tradición y, por lo tanto, a la religión, ciega, cruel, despiadada, basada únicamente en el miedo; igualmente, se hila esta obra con la fuerza de las mujeres que luchan como pueden, que aprenden, reflexionan, avanzan, actúan, que pueden callar pero no claudican. A la Cara A -así titulada la primera parte-, le sigue la Cara B, ambas, significativa y simbólicamente antecedidas por un breve preámbulo titulado L’escalator (Las escaleras mecánicas). La cara A necesita de la B y viceversa. La segunda parte resuelve los principales sucesos que la primera anuncia, mas no únicamente. A Oriente le sigue Occidente pero siempre se cruzan. Traducirse del persa al francés y en la traducción perder. Si en la cara A Kimia solo se vale de sí misma y de la voz de su tío iraní para remontarse a los comienzos, la B comienza con la traducción que Sara hace de su propio libro acerca de la huida de Irán, libro que ninguna de sus hijas quiere traducir y que Kimia ni tan siquiera quiere leer. También recoge una carta escrita por Emma, la abuela materna -armenia huida a Irán para, a su vez, ver exiliarse a su hija de Irán a Francia, mitificado país que no resulta tan acogedor-, la carta de alguien que sabe aunque parta desde otro punto. Y, más actual, un correo electrónico de su hermana Mina -interesante personaje salvador y, con la otra hermana, aglutinador-. El relato de Djavadi se abre o se cierra con un final perfecto tras destrenzar crecimiento y desarraigo, esencia y tradición, maternidad y sexualidad, familia e ideología…

Una estupenda novela con muchos matices maravillosamente engarzados, sin respuestas tajantes, hecha de rupturas y abierta a interpretaciones. Hay una preciosísima edición en castellano de la editorial Malpaso. De la traducción, no sé, pero su francés es esmerado, preciso, con un vago aliento poético festoneado de un fino sentido del humor y, para quienes no sepan o hayan olvidado cuanto en Irán acaeció en el siglo XX, Négar Djavadi, consciente de la gran ignorancia sobre Persia que en Occidente pesa, anota sintéticamente a pie de página cuanto es necesario saber al respecto. Léanla.

Silas Marner de George Eliot

 

Comienza George Eliot a escribir novela tarde, con casi cuarenta años, puesto que la consideraba algo menor respecto a la poesía, la filosofía y tantos otros saberes sobre los que se versó esta mujer, de nombre de pila Mary Ann Evans, quien se enfrentó a los prejuicios de la sociedad de su tiempo y de sus hermanos, viviendo primero con un hombre casado y casándose, tras la muerte de este, con otro bastante más joven que ella. Como Silas Marner, el hilandero solitario que da nombre a su tercera novela, conoció una forma de aislamiento social que, no obstante, no le impidió recibir y conocer a principales figuras intelectuales de su tiempo que supieron valorarla -además del público-.

     La obra, publicada en 1861, alude a un pasado remoto -finales del XVIII- en un tono entre legendario y reflexivo, salpicado de una suave ironía, no siempre alejada del escepticismo, a la que, de una manera u otra se verán sometidos todos los participantes de esta particular fábula sin moraleja, pero con conclusión. La autora maneja tres tiempos y, sin ser en absoluto novela de intriga, consigue alentar el interés con su hábil y sutil forma de manejar la información, retrotrayéndose primero hacia atrás para situarnos, a continuación, en la vía de lo que sabemos será un día decisivo y, una vez alcanzado el acontecimiento, anticipándonos un pequeño detalle relativo al futuro. Que Silas sea un tejedor en tiempos en los que la industria textil británica comenzaba a despuntar, no creo que sea una elección banal, como tampoco lo es que su llegada al rural inglés se deba a una huida motivada por un concepto puritano de la religión, tema muy presente tanto en la novela, como en la vida de George Eliot y qué decir del Reino Unido. En su arranque nos describe el miedo del campesino a lo diferente, al intruso que pasa o que llega –para su mentalidad estacionaria, el vagar era un concepto tan inexplicable como la vida invernal de las golondrinas que vuelven con la primavera- y después nos introduce a la nobleza del lugar a la que Eliot presenta como una clase caduca e inútil, centrándose, principalmente, en los hermanos Cass, los hijos del principal hacendado del lugar, Raveloe, a uno de los cuales, a Godfrey, el menos malvado, el más escurridizo, las impresiones que había recogido acerca del sentir de la clase obrera le inclinaban a creer que el cariño es incompatible con las manos toscas y la falta de medios. Ellos, con Silas, conforman un triángulo unido por una cadena de hechos y sus diferentes reacciones ante la adversidad, todas ellas equivocadas en su momento, y es en este devenir tras la propia decisión donde giran prosa y pensamiento de esta novela. La historia sirve de escenario de fondo a la aceptación del propio destino desde una perspectiva religiosa o, por lo menos, moral. Las conversaciones de Silas con Dolly, ilustre mujer piadosa, buena y aparentemente simple, son francamente regocijantes en su deseo de profundidad, mezclado con ignorancia y una forma de expresarse sumamente peculiar. Los personajes femeninos afrontan los hechos dentro de sus posibilidades que son, en buena lógica, muy limitadas, y no se saben víctimas de nada, sin embargo voces de reconocimiento de las limitaciones en la realidad de la mujer afloran en Priscilla. la soltera oficial, hermana de la guapa. Porque limpiando muebles, una vez que puedes mirarte la cara en una mesa, ya no puedes hacer nada más. Y las reflexiones de la voz omnisciente que dirige la historia nos informan, respecto a la rígida moral de Nancy -la hermana paradigmática en belleza y saber estar-, de que su autocrítica excesiva es inevitable en personas de mucha sensibilidad moral, cuya vida no se desarrolla en un ambiente de actividad ni se entrega a los goces de los afectos naturales.

     Una obra falsamente sencilla, repleta de humor, con mucha punta para sacar. Siempre es una alegría que exista la novela del XIX cuando satura tanto siglo XXI con sus cuarenta caracteres -o los que sean-. Y da un gusto enorme saber que queda más George Eliot por leer o por releer. No dejen pasar a esta autora ni olviden ponerla en su contexto.

El año del pensamiento mágico de Joan Didion

 

Fueron, sin duda, la belleza de la edición, turbadora y sensiblemente ilustrada por Paula Bonet, el hecho de tener pendiente de leer algo de Joan Didion y la cercana irrupción de la muerte, los motivos que me decidieron a comprar este libro en cuestión de segundos, en cuanto cayó en mis manos pululando por los pasillos de una librería.

     Este conjuro contra el pensamiento mágico -el que habita en una realidad paralela, propia, casi secreta e irracional, donde comienzan a instalarse objetos, imágenes, frases, voluntades…,  íntimos fetiches tangibles o intangibles, que pasan a formar parte de una nueva vida interior-, este anuario de salvífica voluntad lo comienza a escribir Joan Didion nueve meses y cinco días después de que su marido muriera, probablemente, frente a ella. Muchas preguntas la abordan sin remedio transcurridos los momentos de estupor, preguntas recurrentes, independientes, obsesivas. ¿En qué momento exacto? es una de ellas. Hacía ya casi siete meses que le habían hecho un implante y ya en 1987, dieciséis años antes, le habían intervenido la arteria descendiente anterior izquierda, conocida por la clase médica -y por ellos- como la “hacedora de viudas”, pero ella, Joan Didion no estaba preparada, tal vez no me había fijado lo suficiente -otro de los ritornelos que la acompañaran-. Los supervivientes miran hacia atrás y ven presagios, mensajes que se perdieron. Recuerdan el árbol que se murió y la gaviota que se estrelló contra el capó del coche. Viven por medio de símbolos. Símbolos y puntos de referencia, fechas, marcas en el tiempo, volátil, anclas para tomar tierra cuando navegas sin rumbo, perdida. El reloj parado de la funeraria, la hora exacta de la muerte, los versos compartidos, los que resurgen, los que reaparecen o nacen –más que un solo día más-, los libros como aliados en busca de no se sabe muy bien qué, si conocimientos, reconocimiento, comprensión, razones, la razón…, libros de consulta -que no de autoayuda- de Freud, de Klein, de medicina, incluso un libro de etiqueta de 1922 de la señorita Post que escribía en un mundo en el que el duelo seguía siendo algo reconocido y permitido y no se escondía. La diferencia entre el dolor y el duelo, los asaltos del pasado en cualquier sitio, por los motivos más inesperados, el tiempo, siempre el tiempo, como aliado o como enemigo, el tiempo que pasa y que se puede contar, el tiempo que un año después te recordará que tal día del año anterior, ya estabas sola.

   Joan Didion afrontó la muerte de su esposo como pudo, como mejor supo. La mujer que cantaba lo de atravesar la tormenta daba por sentado que, si no lo hacía, la tormenta acabaría con ella. Lo cierto es que, poco después de acabar este libro, también murió su hija, presente en toda esta obra ya que ella ya estaba muy enferma cuando John, John Gregory Dunne, falleció. No es un libro alegre, sí es un libro hermoso, sincero, de límpida y sentida  profundidad.

Apegos feroces y La mujer singular y la ciudad de Vivian Gornick.

Vivian Gornick acabó Apegos feroces en 1986, hace 32 años. Casi treinta después, en 2016, publicó La mujer singular y la ciudad. Ambas recogen la biografía emocional -y podríamos añadir que razonada- de una escritora, periodista y activista feminista estadounidense nacida en 1935, emigrante de ascendencia judía y militancia socialista, prematuramente huérfana de padre, crecida en Nueva York, ciudad cuya presencia en el segundo de los títulos, resulta fundamental como complemento de la personalidad que Gormick se ha ido labrando con esfuerzo y constancia. Llega tarde Apegos feroces, aunque es de agradecer, pero llega tarde. Tenía, cuando lo escribió, 51 años y el feminismo estadounidense estaba culminando lo que se ha dado en llamar la Segunda ola feminista anglosajona -la primera fue la que se centró en “superar” obstáculos legales: sufragio, propiedad…, en la segunda, comienzan a enfocarse otro tipo de discriminaciones en las que todavía seguimos-. Sin embargo ambas obras, de fondo claramente feminista, no son un escudo ni un ejercicio de militancia, sino una forma de ser o, más aproximadamente, la expresión, el reflejo de la forma de buscar otra forma de ser, otra manera de vivir.

Arranca contundentemente y en el Bronx, en un edificio de apartamentos donde la presencia significativa es la de las mujeres … astutas, irascibles, iletradas, parecían sacadas de una novela de Dreiser. Desde el principio la figura de la madre se erige como contrapunto, motor y excusa de Vivian Gornick tanto en el pasado, como en el presente, y a través de una relación conflictiva, feroz -… Sé que arde de rabia y me alegra verla así. ¿Y por qué no? Yo también ardo de rabia-. Su vínculo queda enquistado a partir de la viudez de una madre que se alimenta del ayer, para acabar siendo el ayer, paradójicamente, uno de los bálsamos que sosieguen la marejada en la que madre e hija recaen cíclicamente. Lo único que odia es el presente, en cuanto el presente se hace pasado, comienza a amarlo inmediatamente. Cada vez que cuenta la historia, es la misma y también es completamente distinta, porque cada vez que la oigo soy más mayor y se me ocurren preguntas que no la hice nunca. Y frente a su progenitora, en la puerta de al lado de su piso y en el extremo opuesto del paradigma moral materno, Nettie, … viuda, embarazada, pobre y abandonada. Una mujer sin habilidades ni voluntad para ser ama de casa, fantasiosa y sensual. Es a través de ella y de las visitas que recibe en su casa, de quien observa y recibe noticias sobre otra manera de vivir el sexo en la que el atractivo sexual es una forma de poder, la única al alcance. No obstante tanto la madre como Nettie, a su manera, coinciden. en el mensaje: … «Si no consigues un marido eres tonta”. “Si consigues uno y lo pierdes, eres inepta” … una verdad innegociable. El bagaje recibido básicamente de estas dos figuras femeninas, así como su posibilidad de acceder a los estudios universitarios que le permitirán abandonar el Bronx conforman, en un periodo de cambio fundamental para el feminismo, las diferentes presiones que condicionarán su vida y, sobre todo, sus relaciones con los hombres y consigo misma a la hora de asumir una posición diferente de la históricamente asignada al sexo femenino. Una mujer singular, escrita más allá de la madurez rompe -pero no olvida- con ese eterno conflicto entre madre e hija y nos presenta a una Vivian Gormick singular -impar, soltera, peculiar, rara…-, racionalmente satisfecha, buena amiga, apasionada paseante – una flâneuse– de Nueva York –Al ver cómo la gente se esforzaba de mil maneras distintas por seguir siendo humana […] me sentía menos sola que cuando estaba sola en una calle abarrotada-, fantasiosa exromántica por convicción y con laceraciones –Yo había nacido para encontrar al hombre equivocado. […] … Fue entonces cuando comprendí el cuento de hadas de la princesa y el guisante. Ella no buscaba el príncipe, buscaba el guisante.- Una obra también singular, que en su propia existencia testimonia y apuntala una razón de ser de autora y obra, y se vale de la interpretación de un amigo actor en sus días crepusculares de Textos para nada de Beckett: No hace falta ninguna historia, una historia no es obligatoria, sólo una vida, ese ha sido mi error, uno de mis errores, haber querido una historia para mí, mientras que la vida por sí sola basta.

Los asquerosos de Santiago Lorenzo

Nada sabía de obra y autor. Fue el azar lo que me llevó a leer Los asquerosos tras acabar A contrapelo de Huysmans, el azar y la frase de una muy buena amiga acerca de lo mucho que le había gustado el libro -con el título, quieras que no, te quedas-. El azar, la confianza y la estupenda edición, tan cuidada, tan sencilla, tan sugerente. Cuando compras así, puro impulso y además absolutamente en contra de tus decrépitas finanzas, empiezas el libro casi al momento y, si la lectura resulta ser una maravillosa serendipia que conduce al alma gemela de Des Esseintes pero absolutamente a contrapelo de este, el gozo puede resultar mayúsculo.

     Un infeliz de los que hay a montones en estos tiempos, por una fatalidad en forma de energúmeno y antidisturbios, aterrado ante la posibilidad de habérselo cargado, pero seguro de haberlo herido, decide huir ayudado por su tío, otro infeliz que, en realidad, ya no es su tío pues que se separó de la que sí que sería su tía sanguínea, pero con la cual no tiene trato, de la misma manera que tampoco lo tiene, casi podríamos decir que desde la infancia, con sus padres. Y es este más amigo que tío quien nos cuenta la huida de su sobrino postizo, Manuel, a la España deshabitada, esa de la que, en periodo electoral, se acuerdan todos los candidatos, pero que permanece vacía y vaciándose. Si Des Esseintes era un personaje saturado de sociedad que se retiraba a un bastión diseñado por él hasta en los más ínfimos detalles, Manuel es un pringado -que no tonto- ansioso de integración social y amistad –no se notaba notado– que se ve obligado a refugiarse en una de esas casas abandonadas de un ruinoso pueblo en medio de ninguna parte, en uno de los pocos restos que quedan en pie, nada acorde con un edén rural, con sus metritos de formica, de melanina y de acero inoxidable, con su sintasol y su terrazo en el piso... Y allí ha de aprender Manuel a vivir con lo poco que queda, sus propios recursos y la intendencia que recibe gracias al plan que su tío pergeña para mantener el anonimato de su caro expariente político. Si en A contrapelo todo es exquisito, exhaustivo, deslumbrante y carece de hilo narrativo, en Los asquerosos en ningún momento suelta el autor la línea del relato, valiéndose de un lenguaje por un lado absolutamente práctico, pero rico en sí mismo, sin necesidad de alusiones, citas ni imposturas, con una gracia natural en su construcción que, no por graciosa, es menos agria, probablemente al contrario. Como sin querer, van surgiendo temas que siempre deberían ser actuales y, por lo tanto, dignos de consideración, como cuáles son en realidad las necesidades de cada uno, para qué sirve el trabajo, si es posible vivir al margen, si no será deseable, si tanta abundancia de todo tipo es francamente provechosa, si no valdrá la pena estar al mando de nuestros ratos -de tiempo, claro está-, etc. Y la mirada que dirige hacia muchos de nuestros semejantes, una mirada extrañada es, probablemente, tan incómoda como la del antitético y alejado pariente del XIX, Des Esseintes. Va a ser verdad que los extremos se tocan, aunque sea de culo -con perdón-. Una novela inteligente, divertida, muy divertida, no tanto por lo que acontece -que es narrado por el supuesto familiar con una mezcla de amor, admiración y envidia-, como por su libérrima expresión, mezcla de modernidad, antigüallas, palabras recreadas o inventadas, una de las cuales, «mochufa», cuyo significado queda perfectamente explicado a lo largo de la segunda parte del relato, pasa a emparentarse con los carnuzos buñuelistas y a engrosar un posible vocabulario, resumiendo un montón de cosas. Y el final de la historia, la hace crecer. Sé que es una obra que provoca, es decir, que se está a favor o en contra, mas ya de su título se podría deducir. Resulta, pues, absolutamente coherente y eso, a mí, me gana. Leeré más de Santiago Lorenzo a medida que el menguado pecunio me alcance y veré su cine anterior. De hecho ya vi Mamá es boba y, la verdad, no tiene maldita la gracia y sí, mucho real y cruel vodevil. ¿O debería decir zarzuela?

King, una historia de la calle de John Berger

Las obras de Berger no suelen ser obras compactas, cerradas, controladas hasta en los más mínimos detalles, pero están llenas de los más mínimos detalles, abren zonas oscuras, quiebran discursos lineales, derraman hechos, sensaciones, sentimientos, preguntas, imágenes… y cada frase, cada palabra tiene su propio sentido y se relaciona con todo lo demás.

     King es un perro vagabundo, sin embargo está unido a una pareja que vive en un solar abandonado que a pesar de ello tiene un dueño y una particular geografía. Su amigo del alma se hace llamar Vico, como Giambatista Vico y se hace llamar así porque Vico fue el primer pensador que se dio cuenta de que Dios no tenía poder, Vico supo, reconoció y escribió que los perpetradores de la Historia eran los hombres y que, por lo tanto, la Histotia era en sí una ciencia susceptible de ser conocida y estudiada ya que no dependía de ningún ser supremo. Y a través de los ojos de King, vamos a seguir la historia de este otro Vico y su compañera, Vica, y de aquellos que habitan este paisaje ignorado que va a dejar de ser ignorado para entrar en un proceso lucrativo y, en consecuencia, de progreso, civilizador. Lo que nadie veía porque estaba escondido en las proximidades de una gran autopista se ha hecho visible y quienes allí están pasarán a ser una molestia: un error. No existe un error derrotado. Los errores existen o no existen, y si existen, han de ser escondidos. En esta novela sobre las personas excluidas del circulo de consumo en el que la humanidad gira, por respeto y para evitar la compasión, elige Berger la mirada de un perro y los trazos filosóficos de un napolitano que inició otro forma de mirar, alejada del cartesianismo y más próxima al ser humano –¿Cómo puede salir nada real de una abstracción?-. El contraste entre la mirada limpia de King y los acontecimientos que van cercando a los protagonistas –La violencia es por lo general rápida. Cuando es lenta … no hay escapatoria.-; el concepto del tiempo estancado por la falta de perspectivas y el dolor del pasado -… yo ya sé que en la hora siguiente no voy a hacer lo que tengo que hacer. Tengo que poner fin a esa hora.-, el olor del fracaso y de la locura… Es un libro breve, el paseo de un perro en apenas un día, no es desgarrador, sí punzante. Os lo habéis buscado. Esa es la frase que por lo general precede a la tortura, a la violación, al asesinato

     Los pobres, si están cerca, molestan. A los pobres, como a los herejes del XVII -a Bruno, por ejemplo, 68 años antes de nacer Vico-, los queman. Giambattistas Vico decía que la historia se repite, pero en forma de espiral, como un eterno retorno que se va ensanchando. Piensa el perro en esta novela que si hay una fuerza del mal -que sí, a mí me parece que la hay, y es muy potente-, tiene que haber la contraria. Pero King es solo una narración más, formalmente, no ambiciona tanto como G, tampoco se lanza a un recorrido tan exhaustivo, pero sigue comprendiendo -en sus cuatro acepciones: abrazar, contener, entender, justificar- lo esencial.  Es un grandísima novela. Y el final es magnífico.

El cuaderno de Bento de John Berger

 

Bento, Benedict de Spinoza, buscaba, como los presocráticos, una substancia primera (o una causa última), la razón original y, afecto a Euclides y a Descartes de los que se vale para el desarrollo de su Ética, concluye que esa substancia primera que se justifica en sí misma es Dios a quien identifica con la Naturaleza. Hasta qué punto fue creyente o no, se puede discutir o dilucidar, pero lo cierto es que, sufriendo represalias por su forma de pensar, decidió no seguir publicando, ganarse la vida puliendo lentes y desarrollar su filosofía en privado, compartiéndola únicamente con personas de confianza. Decidió con libertad, en el sentido que él mismo dio a esta palabra, viviendo de acuerdo a un corpus de pensamiento que premiaba la reflexión y aceptación de aquello que no puede ser cambiado, con conocimiento de causa, evitando el error.

     John Berger iba para pintor, pero abandonó el pincel, empuñó la pluma, lo hizo desde un punto de vista personal y, también, marxista, impelido por la situación que vivía la sociedad, inmersa en la guerra fría y la injusticia social. Como Platonov, sobre quien recoge apuntes y un dibujo en este cuaderno, que abandonó la escritura para ejercer su profesión de ingeniero agrícola ante la sequía y la hambruna que asolaba a sus compatriotas soviéticos.

     El cuaderno de Bento data de 2011, la publicó pues con 85 años, tras una vida larga y rica en experiencias y en conocimientos, generosa y arriesgada, sabia, profunda, comprometida y solidaria. Según los amigos de Spinoza, este solía dibujar en un cuaderno y Berger juega a imitarlo, a citarlo e, incluso a interpelarlo. Con esa forma de mirar que, con tanta perseverancia, ha intentado transmitir en libros, guiones, películas, documentales, etc. recoge fragmentos de Spinoza -fundamentalmente de su Ética-, y añade sus dibujos, breves historias, homenajes, reflexiones…, que, en apariencia, no guardan una ilación. Pero para Berger, como para Spinoza, las apariencias son algo más y hay que mirar, buscar, preguntar, preguntarse.

     Comienza con un dibujo de Beverly, su esposa, aún viva cuando la obra se ofreció al público, y la narración del acto de dibujar del natural un racimo de ciruelas. A continuación, nos alumbra sobre el porqué del título. En apenas seis páginas, ante tres circunstancias distintas -una ofrenda, el subcomandante Marcos encapuchado y el movimiento de una bailarina- repite … Quienes dibujamos no sólo dibujamos a fin de hacer algo visible para los demás, sino también para acompañar a algo invisible hacia su destino insondable… Mientras, nos hace ver que dibuja, que dibujar es corregir y que es una cuestión de esperanza. Después se oye la voz de Spinoza … nuestra alma, en cuanto que implica la esencia del cuerpo desde la perspectiva de la eternidad, es eterna, y esta existencia suya no puede definirse por el tiempo, o sea, no puede explicarse por la duración. Así transita este cuaderno que simula ser un florilegio de retazos, cuando, en cada reflexión, incluso, a veces, simulada confesión, recibimos una parte de un todo que busca contener algo esencial y, por lo tanto, eterno y, no solo a través de la palabra, sino del trazo al que, en determinado momento del libro, llega a comparar con la conducción de una moto -ambos implican movimiento, una mirada que no se centre en el detalle que desestabiliza- para llegar a comprender -piscina y mujer camboyana de por medio- cuál es el sentimiento de una persona desplazada.

     Para Berger hay dos tipos de narración, para hacernos llegar hasta ellas se detiene en dos bodas y la forma de celebrarlas. Están las que tratan de lo invisible y lo oculto, y están las que exponen y ofrecen lo revelado. […] La introvertida y la extrovertida. Sin lugar a dudas el pecio que se reúne en esta obra pertenece a la preferida por Berger, la introvertida, porque -y copio todo el párrafo porque es imposible ser más preciso respecto de lo tratado en El cuaderno de Bento-: Porque sus historias permanecen inacabadas. Porque entrañan la necesidad de compartir. Porque en su forma de relatar, un cuerpo se refiere tanto a un individuo como a un conjunto de individuos. Porque en estas narraciones el misterio no es algo que se vaya a resolver, sino algo que se lleva con uno. Porque, aunque puedan tratar de una violencia, de una pérdida o de una furia súbitas, no se quedan en lo inmediato, miran a lo lejos. Y sobre todo porque sus protagonistas no son actores, sino supervivientes. Engarzando filosofía, bosquejos, recuerdos, amistades, afectos, deseos, etc., esta impostura, con bergeriana tenacidad, intenta vulnerar la pasividad y reivindicar la esperanza y la necesidad de rebelión, de compromiso. Protestamos porque no hacerlo sería demasiado humillante, demasiado reductor, demasiado terrible. Con una hermosa prosa, emoción poética, con esbozos que indagan, dibujos que se sobreponen, con sentido del humor, con esa pasión por cuestionar que siempre está presente en sus escritos, en sus exposiciones, pasamos de un museo, a un centro comercial, de Chejov a la danza del vientre, de… Porque vivimos en un mundo en el que todo está conectado y no deberíamos aislarnos del orden general del universo, porque no deberíamos ignorar las causas que determinan nuestro estar en el mundo, nuestra libertad.

     Hay que leer y escuchar, siempre, a John Berger. Y, por qué no, a Spinoza.

 

 

Entre actos de Virginia Woolf

En 1938, tras acabar Tres guineas, Virginia Woolf comienza a darle forma a toda la información reunida para llevar adelante la biografía de su amigo Roger Fry, pero, entre medias, se le cruza el germen de esta novela que plasmó en su diario: … permitidme que apunte una idea: ¿por qué no Pointz Hall: algo deshilvanado y caprichoso, pero unificado en cierto modo -una vieja mansión de aspecto teatral y una terraza por la que pasean las niñeras? Y gente que pasa… y una perpetua variedad, pasando de la intensidad a la prosa; y hechos… y notas; y…, pero basta. Debo leer a Roger… Esto lo anotaba el 26 de abril y a finales de diciembre ya tenía 120 páginas escritas. El 1 de abril del 40 envía a la imprenta Roger Fry y en noviembre de ese mismo año da por terminada, felizmente, la obra que nos ocupa, con el título de The Pageant (El espectáculo); a principios del año siguiente introduce algunos cambios y, de nuevo, el 26 de febrero del 41, treinta días antes de adentrarse en las aguas del río Ouse con los bolsillos llenos de piedras, considera que ha llegado a la versión definitiva, ahora Between the acts. Mientras, Londres, su amada Londres, estaba siendo sistemáticamente bombardeada desde el mes de junio -incluida su antigua casa cuyas ruinas tienen que visitar para recoger restos, entre ellos sus diarios- y ella y Leonard viven en el campo padeciendo estrecheces, pendientes de las incursiones de los aviones alemanes y de los vecinos. No hay eco en Rodmell -solo aire estéril. No hay vida; en consecuencia [los habitantes del pueblo] se aferran a nosotros. De hecho Virginia colabora ayudando en la creación y en los ensayos de una obra teatral para el Instituto de Mujeres, siendo, incluso, la tesorera. Así pues el título no podría ser más oportuno ya que la escribe en espacios de tiempo robados a Roger Fry -y a la que sería, posteriormente, La Torre inclinada, conferencia que iba a dar en la Asociación para la Educación de los Trabajadores, de Brighton-, entre sirena y sirena -suelen sonar puntualmente a las seis y media del anochecer-, entre visitas, viajes a la capital, quehaceres -se vieron obligados a despedir a Mabel, su criada fija- y compromisos sociales. Muchas de estas vivencias se esparcen por Entre actos.

     Una hermosa casa de tamaño medio en una hondonada, Pointz Hall, -… en el corazón de la casa había un jarrón de alabastro, suave y liso, frío, conteniendo la quieta y destilada esencia del vacío, del silencio-, una buena familia sin tanto abolengo como otras del lugar -… todas emparentadas unas con otras por matrimonio, y que en la muerte yacían entrelazadas, como las raíces de la hiedra, tras el muro del cementerio-, un atardecer de verano, visitas esperadas o inesperadas: es el preámbulo de la representación anual para la que los Oliver -el anciano Sr. Oliver, funcionario jubilado, el joven, corredor de Bolsa- prestan su jardín y su granero por si la lluvia. Apenas doscientas minuciosas páginas y tanto que considerar. Algunos apuntes. La trama, –¿Tenía importancia la trama? […] La trama solo servía para engendrar emociones. […] Amor. Odio. Paz. Tres emociones formaban la urdidumbre de la vida humana.-, la trama es un día de junio, un encuentro de los vecinos de la zona para ver a la gente del pueblo, reverendo incluido, recrear la ambiciosa obra pergeñada por la solitaria Srta. La Trobe que consta de tres entreactos. La Naturaleza también participa, en ocasiones parece enturbiar, pero, en general, mejora e incluso salva los posibles errores que durante el evento se producen: vacas, golondrinas -o serán vencejos-, burros, aguaceros, el tonto del pueblo… La representación recorre la historia de Inglaterra con algunos saltos en el tiempo, con teatro dentro del teatro, la novela está atravesada por esa fina ironía y perspicacia woolfiana que va recogiendo fragmentos de conversaciones, implicaciones políticas, diálogos mudos, gestos significativos, alianzas intangibles, deseos fugaces... Un pequeño universo atrapado y enjaulado; preso en sus obligaciones sociales y que reacciona con horror al verse reflejado en el espejo … Es una crueldad. Reflejarnos tal como somos, antes de haber tenido tiempo de adoptar… Y, para colmo, solo a trozos… Cuatro mujeres desenredan distintos hilos, qué duda cabe de que en todas ellas, en mayor o menor medida, hay fragmentos de Virginia (y de algunas de sus amigas, de la misma manera que en ellos, incluido el medio hombre, los hay de sus amigos, de su esposo…), pero es quizá en Lucy, la hermana viuda del Sr. Oliver senior, en quien ella avista el futuro y donde los lazos familiares se engarzan, y es a través de Isa, la mujer del agente de Bolsa, que despliega la tristeza, los anhelos, las esperanzas, las decepciones, siempre enredada y musitando: Que me cubran las aguas del pozo de los deseos. Y a Virginia las aguas la cubrieron. Sola bajo la copa del árbol, del árbol agostado que todo el día murmura como el mar y oye galopar al jinete. Bajo uno de los olmos de Monks House enterró Leonard sus cenizas. Este año, el año pasado, el año próximo, nunca. Y fue nunca.

     Una despedida espléndida, rica, suave, dulce, de la que, como cada vez que acababa una de sus novelas, no estaba satisfecha en esos momentos y ya no pudo o no quiso cambiar de opinión. De obligada lectura -excepción hecha de quienes quisieren acción trepidante, tan potenciada en estos tiempos-.