José y sus hermanos de Thomas Mann

Mann se interesa por la historia de José en 1924 cuando le requieren una introducción a una carpeta de dibujos sobre esta leyenda. Se documenta acerca del asunto y arranca Las historias de Jaacob en diciembre de 1926, intuyendo, desde el principio, que va a ser una larga narración. En junio de 1932 ha acabado los dos primeros títulos que se publicarán en el 33 y el 34. El 11 de febrero de 1933 emprende viaje a Amsterdam, Bruselas y París para dar una serie de conferencias sobre Wagner. Ya no volverá a Alemania: comienza su inesperado y largo exilio. José el egipcio, el tercer relato, se ve interrumpido y no es hasta agosto del 36 que le pone punto final. Suiza, Francia y, finalmente, Estados Unidos serán sus destinos en este destierro. Como José con su periplo desde Canaán a Egipto, él también se aleja de su tierra natal. Le siguen Carlota en Weimar y Las cabezas trocadas y es en el verano de 1940 -ya viviendo en el imperio estadounidense- que reemprende el último libro de la tetralogía, José el Proveedor, para teminarlo en1943, ya establecido desde el 41 en California.

Para contar esta historia, hay que retroceder, ¿hasta dónde? Hondo es el pozo del pasado. Así arranca el preludio de los cuatro libros, intitulado Descenso a los infiernos. Todo Mann está en esta novela río, claro que son cuatro libros y prácticamente dos mil páginas. El tiempo y la muerte. Morir es desde luego perder el tiempo, irse de él, pero a cambio significa ganar la eternidad y la omnipresencia, en fin, la vida verdadera. Mann, demiurgo de esta magnísima obra, ya sabía que tenía la eternidad ganada con La montaña mágica o Los Buddenbrook, pero aquí aun apuesta más fuerte, alejándose de la contemporaneidad, más segura y más próxima a su forma de vestir la realidad -de la que beben sus líneas- tanto en lo referente a las emociones, como a los caracteres -sin embargo, seguirá usándolos-. Una arquitectura profusa y precisa, una empresa babilónica donde lo bíblico se entrevera con religiones y mitos arcaicos o griegos, dioses obscenos, pero dioses a fin de cuentas, creados por los hombres, como Abraham creó a Dios para que Dios pudiera tener un pueblo. Un José errante, como el propio Mann, arrancado de su hogar un poco por su propia fatuidad, otro poco por la arbitrareidad de Jacob y un poco más por maldad -y hartura- de sus hermanos. Familias holgadas, si no burguesas, bien aposentadas, que viven, gracias al tono del autor, una existencia próxima a nuestro entender, la cual trascienden o no en función de su fe o de la convicción de tener una misión -misión de un pueblo errante con una tierra prometida que tanta sangre está derramando (esto no está en la obra de Mann). Personajes de carne y hueso que sienten un destino al que se entregan, como José, o al que se resisten, como Ruben que no quiere ser Esaú, Esaú que no quiere ser Cam, Cam condenado a ser Caín, Caín, el legendario primer homicida. Un eterno retorno, un círculo necesario que se cierra para continuar siempre. Personajes inventados, como los dos enanos -por supuesto dos enanos confrontados- que bien podrían proceder tanto de la Biblia, de uno mito o de aquí y ahora. El bien necesita del mal, como Dios necesita de Lucifer o de Abraham -depende del momento- para poder ser, la vida es un devenir que se repite, el tiempo no existe o siempre es el mismo, el espacio lo es todo y nosotros somos los creadores del tiempo… Es abundante y cautivador el jugo que le saca Thomas Mann a esta historia y sus preliminares que llegan desde antes del Edén con la voz firme de un narrador omnisciente que de vez en cuando se gira hacia el lector y se justifica. El Génesis como mito o como creación humana convertida, por momentos, en una novela de aventuras, impía y racional, filosófica, espiritual, paródica, sensual, crédula y tolerante o descreída y rotunda, atravesada por una profunda ironía, un ilustrado cinismo, pero también, una inquieta trascendencia. El caudal de conocimientos que atesoró Mann se entreteje y comunica, abordando cualquier situación desde cualquier punto de vista, sexual, moral, político…, trasladando sus propios demonios ya sea a José, a Putifar, a su incomprendida -por la historia, la leyenda- esposa, a Jacob, a Osiris, a Tammuz, a Dios… …Él era el espacio del universo, pero el universo no era Su espacio (de manera muy similar a como el narrador es el espacio de la historia que narra, pero la historia no es suya…).

Lo mejor: leerla. Sin duda, releerla. Despacio, lentamente, disfrutando, porque es un verdadero placer. Un festín literario. Y filosófico. Y mitológico…

El perseguidor de Julio Cortázar

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Lo cierto es que iba a empezar otro libro cuando se me cruzó por casa (los libros, mal que nos pese, tienen vida propia) una preciosa edición del Zorro Rojo (vamos a ponerlo con mayúsculas, se lo merecen) de ese estupendo, como tantos de él, relato de Cortázar. Y en esto que te pones a hojearlo, luego pasas a ojearlo, para terminar encontrándote en la mitad del libro y decides, no puedes hacer otra cosa, terminarlo, porque casi lo habías olvidado, porque da gusto dejarse llevar por la prosa de Cortázar (aquí muy prosa, muy funcional, ajustándose a las necesidades del tempo narrativo cuasi musical -a veces rápido, a veces reflexivo, a veces aquí, a veces perdido-, sin grandes florituras, con grandes temas y juegos en el empleo de los tiempos -el pasado en futuro-). Una vez reparas en esto, paras, buceas en los estantes en busca de cualquier cd de Charlie Parker (o de Jonnhy Carter, qué más da, tras leer El Perseguidor, uno y otro se sobreponen retroalimentándose -qué palabra tan fea- el uno al otro) y te sirves una copa. Qué gozada.

     Las ilustraciones que acompañan al relato, en blanco y negro –no podía ser de otra manera-, regalan buenos momentos para pararse a mirarlas y dejarse llevar por ese túnel del tiempo -y del espacio- donde se pierde Jonnhy en el metro, en un ascensor, en un estudio de grabación… Bruno el narrador, el recopilador, el teórico del jazz, el que sistematiza y clasifica, el que le da nombre a las cosas, el biógrafo, el parásito del músico al que admira y Jonnhy, el pobre Jonnhy, desnudo, buscando, siempre buscando, persiguiendo. Y Bruno que narra, entiende y niega esa parte que le asusta, que no quiere recoger en su libro, pero que sabe que está ahí, en el hombre y en su música. El lamento de un saxo como el de Charlie Parker (el cual, cuenta la leyenda, nunca sonó mejor que en Toronto cuando, por empeñarlo, tuvo que tocar uno de plástico), la abstracción de sus sentimientos en esos solos ensimismados, las distintas dimensiones de la vida, el dolor de la pérdida… El orden frente al caos, las drogas, pero también el miedo de ambos a los propios fantasmas. Y el tiempo.

     El cuento no necesita de Parker para brillar. La realidad frente al arte, vivir aquí, aferrado a lo cotidiano, prosaico, o vivir perdiéndose, persiguiendo en la memoria, en una melodía, en otras formas de percepción. Es corto para ser una novela, largo para ser un cuento. Justo para ser redondo. Si además te vas a dar un paseo por el jazz, pues puedes volver a cogerlo. El tiempo es relativo. Se lee en un par de horas y se saborea durante días y cómo es redondo, siempre puedes volver a entrar y volver a leer para comprobar más tarde «como el paisaje se va rompiendo cuando lo miras alejarse”.

     Y si esta edición es cara, siempre se puede buscar en Las armas secretas. Faltarían las ilustraciones, de agradecer, mas no necesarias. Es un valor añadido. Una delicatessen.

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